sábado, 29 de noviembre de 2014

Carta a una joven bloguera

Querida M., si necesitas saber por qué muchos volvemos a ti, es decir, qué es lo que nos interesa de lo que haces (interesa, fascina, gusta... ), lo que me ha hecho lector de tus blogs es la capacidad de esclarecer cosas, describirlas, analizar y sintetizar. Esto lo haces al narrar, y dejar tus impresiones, puntos de vista, visiones brillantes (hay metáforas e imágenes tuyas que hablan más que 100 libros de filosofía), y lo haces también al escribir artículos de psicología. En definitiva: lo que seguiré buscando es, no que narres lo que has hecho en el día X o la excursión B, eso es solo el continente, bello, pero poco más para alguien ajeno, no, lo que busco en tus textos es el modo en que le das forma a la posibilidad de ver la vida, que al final nos pertenece a todos.
O sea, que si hay que pedir, me pido una de post intimistas, otra de post vitalistas o demoledores, y una doble de ensayo-post, con salsa de poesía y sin tapujos, por favor, tapujos no, que le vienen mal a mi linea.

Más cositas: (ahora te cuento mi vida): como sabes el bloqueo es lo mío, malísimamente que nos pese (en plural porque un blog es muy para uno y los demás). Hasta anoche fuí comisaria de una exposición de arte sobre de la Lentitud. Entre otras cosas, había conseguido poner en el programa un taller de literatura. Varias personas desconfiaron. A mi me chocó porque no reconozco la frontera entre el arte y la palabra escrita. Me quedé en mis trece y forcé a que el taller fuera parte del programa. No vino nadie. ¿quizá no suficiente publicidad, no suficiente antelación?. Lo organicé otra vez para tres semana después. Y tampoco vino nadie. Me cagué en el arte y la gente que no engancha el arte con la palabra escrita, que son muchos y más en un lugar donde la lengua oficial es el Alemán. Berlín es Babel... pues es un Babel de pacotilla. Hipsters de mierda. Me cagué en las fronteras y en el modo en que querer usar bien en un idioma impide a veces usar ese idioma, ¡aunque sea mal! ¿quién no ha escrito preciosa poesía en inglés adolescente?... ¿y en alemán, qién sino quien no domina la lengua hace travesuras con ella? ¿se atreve un Alemán a inventar palabras como Zerliebt (que conecta el sufijo de la destrucción y amor en un solo vocablo)?... Me puse un poco triste y me sentí ridículo ante la pobre profesora del taller (joven periodista y filósofa francesa). Pero tuve una conversación con ella que me valió la pena. Una de las reglas del taller era NO criticar y no esperar críticas (porque la primera regla es no criticar). La miré con ojos raros. Los talleres que yo más había apreciado era los que me provocaban para mejorar con una buena crítica que no te hiciera dormirte en los laureles y el narcisismo. La crítica que más constructiva es una sana crítica destructiva, le dije resumiendo y un poco presumiendo, arrogante yo que soy a veces. Luego una voz me dijo, escucha y calla, melón. Ella me dijo que no quería que sus alumnos mejoraran su técnica ni que fueran grandes escritores, sino que escribiesen sin miedo y en libertad y que no se les olvide nunca seguir haciéndolo. En otras palabras, que escribir y el lugar en el que escriben les pertenezca por derecho de creatividad.

Y las críticas, los likes, los comparte... son invenciones que nadie había pedido, los bloggeros ya estábamos aquí sin ellas, y con bastante intensidad (no había verdulerías como las redes sociales, nosotros éramos la red social autognerada). Como otras tantas cosas los likes son necesidades creadas. Pero escribir no es una necesidad creada. Y el espacio en blanco es el lugar en el que podemos satisfacérnosla. Dado que el blog, como dije, es del que escribe y de todos los que leen... habrá que poseerlo, ¿no?

jueves, 14 de agosto de 2014

Verde que te quiero mar




La conexión no es muy buena. Ella se acerca a su pantalla para escucharme mejor. Sus ojos, vistos  muy de cerca, se tornan un azul turquesa, irreales y apacibles como el agua de las playas que salen en las fotos de las agencias de viaje. El sonido se estabiliza. Se aleja de la pantalla. La imagen se pixela por un momento. Cuando vuelve a perfilarse, sus ojos, de un gris azulado y serio, atienden al camarero por encima de la pantalla. Yo la dejo elegir el menú tranquilamente. El camarero se marcha. La conexión ha mejorado. Mientras le cuento mis cosas, ella sonríe concentrada y me mira con esos ojos que ahora son de verde pálido y a la vez rebosante de una tierna ilusión por la vida.  Mientras conversamos,  me es imposible no acordarme de aquel lápiz Faber Castel 172 - Grünerde - con el que, sin decirle nada a nadie, manchaba los planos de fachada de mis edificios. Era pática sutil e invisible, pero suficiente para darles ese halo de vida,  microscópica y bulliciosa que forman todos los hongos, microbios y demás seres diminutos que habitan en la superficie de las cosas, oxidando, fecundando, fermentando y oscureciendo las paredes de los edificios al arrojar sus diminutas sombra los unos sobre los otros. Aquel lápiz era como una varita mágica que animaba las cosas.

Me he distraído completamente de lo que hablamos. Me contengo la risa: no quiero tener que reconocer o, lo que es peor, no sé cómo reaccionaría si le dijera que me he distraído pensando en sus ojos y en un lápiz de color. No sé si comprendería, así a bote pronto, la enorme dignidad de todo esto: lo importante que este lápiz fue para mí y lo profundo que a veces uno tiene que bucear para encontrar en el propio mundo algo que le ayude a asimilar el presente, asombroso como el par de ojos que ahora me sonríen sin saber muy bien por qué me he callado de pronto.

Nos callamos un momento, sus ojos verdean, azulean, se oscurecen instante y cuando reemprendemos la conversación, y se llenan otra vez de luz. Me arrolla entonces dulcemente esa sensación de infinita belleza y desamparada ternura del mundo (y con ellas, por qué no decirlo, la sombra inquietante de un temor conocido ¿cuál? El de mí mismo: he hecho tantas gilipolleces por la belleza que a veces no puedo evitar que me haga temblar como un perro chico).

Casi me tengo la tentación de confesarle que no la escucho porque me acuerdo de un lápiz... ¿para qué? Para que se enfade conmigo y le de una tonta rabieta, y se crezca y empiece a echar rayos por los ojos y serpientes por la boca por una chorrada que no entendería y que me hará explicarle mil veces, sacándome de quicio...   para dejarla en definitiva ocupar más y más el minísculo espacio del presente tan torpemente cosido por una llamada de skype.   

No la enfado, lo dejo estar, le digo nada...  hay que ser prodente. Pero la verdad es que tengo añoranza tremenda de sus ojos,  esos ojos que me buscan desde el otro lado de las fiestas y me encuentran en mitad de un baile, esos ojos que me dicen tantas cosas por encima de la mesa de la cocina, de los mapas de carreteras, del tablero de backgammon; esos ojos que me piden un poco de paciencia cuando le enseño mi idioma y me lo conceden a mi cada vez que yo me hago un lío con el suyo; esos ojos que buscan conmigo rutas campo a través, esos ojos que me gusta tanto mirar sin que se den cuenta, oteando sobre el horizonte y los documentos... esos ojos que no sabría descibir más allá de ese color que no está claro pero que es precioso cada vez, como el agua de un arroyo en el que se ve el cielo reflejado y el fondo al mismo tiempo, como el mar, siempre iguales y distintos, varados en el instante en el que todo es posible...   y qué así me lo recuerdan, cuando se recuesta en la almohada hablándome muy de cerca para no despertar a nadie - tan cerca que respiro el aire cálido que sale de su cuerpo -, con esos ojos suyos que cada vez me saludan y me recogen, llenos de paz y de asombro, como si acabáramos de nacer.



domingo, 13 de julio de 2014

Metal líquido (o cosas que hacer contigo durante la final)

Yo sabía que España ganaría esa tarde el mundial. De hecho, si preguntaban lo decía sin dudar. Mi lógica era simple: el país estaba viviendo una situación tan extraña que las cosas no podrían menos que seguir a la inercia de lo extraordinario. Luego lo confirmé en el momento en que supe que la tarde en que jugaban iba a ser la tarde que tanto nos había costado encontrar para vernos. Pero ya lo sabía.
Lo sabía cuando media hora después de empezar el partido no nos llegaban las ganas de volvernos a un mundo invadido por todas la televisiones que se encienden para dar lo mismo, el omnipresente murmullo del comentarista y las voces de ese coro misterioso que acecha para cantar los goles por cada rendija de la ciudad. Te contaba lo que me gusta bañarme a esas horas en las que el mundo civilizado se retira dejando que una playa, así como un río es el río, así una montaña es la montaña, vuelva a ser por fin La Playa.
Lo sabía cuando entrabas en el agua y yo tenía que disimular para mirarte más de la cuenta, mientras a ti te ocurría lo contrario. Tu mirada iba recorriéndome la espalda, su peso suave en los hombros y su roce fresco en el culo. Al principio me dio vergüenza, esa vergüenza, confieso, que nos da a muchos hombres cuando al contacto con el agua fría la polla se retrae haciéndose de pronto pequeña. Pero era en verdad tu vergüenza la que me resultaba mucho más divertida que la mía: disfrutaba enormemente de tu pudor. Lo podía sentir invadiéndote y tu alma resistiéndosele dentro del cuerpo. Tu pudor ahí alojado…
Tu me seguías. Me sigues. Me está siguiendo… me repetía como un mantra, así: en segunda y tercera persona. La una como un conjuro, la otra corroborando el efecto de su magia. La magia por la que apenas hace cinco minutos que te has bañado y no has rechazado este último baño. La magia por la que este “ven” mio, pronunciado hace un momento con disimulada congoja, brillaba ahora en el silencio cristalino de las olas que pasaban entre mis piernas e iban a romper a tus pies que ya sortean las piedritas de la orilla. Me sigues. Me está siguiendo. Sigues mi cuerpo desnudo y el yo inquieto que mi piel envuelve… y que son lo único que podría ofrecerte si ahora apareciese un enano vestido de buzo y me preguntara que podría dar yo por mis deseos. Qué podría dar.
Mi seguridad de que España ganaría el mundial contrastó en el aire con la imposibilidad de que se me apareciese de pronto un enano con escafandra.
De vez en cuando me daba la vuelta para comprobar que seguías ahí, me cercioraba de que te las arreglabas bien entre las rocas, mientras me dejaba invadir por ese sentimiento de virginidad que le da a uno cuando se ve por primera vez frente a un animal salvaje moviéndose en toda su libertad, calculando misteriosamente sus pasos y movimientos… la asombrosa suerte de su cercanía y la terrible resignación por la distancia que separa nuestros mundos.
Bajo el agua, el suelo era un lecho de arena fina que serpenteaba sobre una orografía de roca viva, un suelo duro pero suave a la vez de tanto ser suelo bajo el mar, formando plataformas, recovecos y bañeras como un paisaje lunar inundado. La estampa no era menos curiosa: tu con aquel bikini, rosa abajo y negro arriba, yo sencillamente desnudo. Parecía que uno de los dos se hubiese olvidado algo. Parecía que alguien, no sé, alguien que estuviese trazando la escena, se hubiese olvidado de borrarte la ropa o de dibujarme a mí la mía, que hubiese salido corriendo, quizá para no perderse tampoco el partido y nos hubiese dejado así, como un dibujo a medias que se abre paso hasta un claro de arena abierto entre la roca.
En el camino, con el agua por la cintura, sorteábamos la roca, a veces la rodeábamos, otras pasábamos por encima y entonces el viento de la tarde se hacía notar por un momento sobre la piel, antes de dejarnos envolver de nuevo en esa frescura templada que tienen las aguas poco profundas en verano. Alguna vez fui a darte la mano para ayudarte. Alguna vez la rechazaste, otras te agarraste a ella. Cuando nos sumergíamos de nuevo me ponía a nadar a tu alrededor, llevando entre las costillas el perro alegre de una suerte de angustia feliz. El juego en el agua. El juego en el agua. Pensaba. ¿Cómo era el juego en el agua? Reviso cada juego que he podido conocer en el agua y fuera de ella, las ahogadillas y volteretas por sorteo de números del uno al diez, el juego de cantar y adivinar canciones bajo el agua, la torre humana, el risk y la caza del vampiro.
Revuelvo buscando en mi propia historia y en las ajenas. Comienzo a preguntarme de qué me ha servido crecer en la playa, de qué me ha servido leer por ejemplo “…Me hice a su lado sobre la balsa. El tiempo estaba espléndido y, como bromeando, dejé ir la cabeza hacia atrás y la posé sobre su vientre. No dijo nada y quedé así… Ella reía siempre.”
Nosotros nos bañamos en silencio.
Y a falta de vientre sobre el que como bromeando posar la cabeza, me lanzo a nadar en círculos a tu lado, con la impresión de que hay una lección que debería saberme y que he olvidado completamente, la cabeza llena de juegos de tablero y estrategia y deseando que la tarde tuviese una tapa de cartón para poder levantarla y leer las instrucciones en el reverso.
Pero no había reverso en aquella tarde perfecta.
El último sol de la tarde velaba la superficie del cielo con rayos que venían volando muy bajo, amansados por el largo viaje a través de los kilómetros de aire y polvo que flota a ras de la superficie del mundo. El mar, brillando bajo un cielo sin fondo, parecía una inmensa charca de metal líquido al que el mundo quisiera asomarse a lo largo de toda la costa: pequeños riscos, arboledas, dunas y casas repartidas entre la maleza, torres vigía de la edad media y altos hoteles levantados en cualquier parte durante los años del pelotazo… Gibraltar al fondo. “Como un sombrero o un elefante olvidado en el vientre de la serpiente”… pensé. Y este pensamiento se perdió también entre las miles de curvas y brillos que serpenteaban suavemente en la superficie del mar.
A veces me volvía hacia ti, tentado de contarte todo esto, de soltártelo todo como un niño que decora con miles de detalles la confesión de una pequeña fechoría. Me callaba sin embargo. Y en mi silencio notaba que los labios me empezaban a tiritar…
Fuiste tú la que levantó los brazos hacia mí, con ese gesto sencillo y devastador que todo lo suspende y todo lo inicia, desconcertante como una plegaria atendida y real como la luz que te daba en la cara haciéndote entrecerrar los ojos y desvelando esas arrugas que tiene la gente que ríe a menudo, y que no viene a decir más que ven aquí, idiota, abrázame de una vez que tengo frío y se nos va la tarde.
Tus brazos finos engarzándose por encima de mis hombros.
El frío empapado del bikini al aplastar tus pechos contra mi cuerpo.
Tu vientre como una suavidad templada que viene a encontrarme de pronto a través del frío… y que por unos segundos me recuerda al fuego vivo que me rozaba en la cara cuando saltaba hogueras en la noche de San Juan.
Tus piernas deslizándose sobre las mías y cruzándose por detrás de mí como una prenda que se abrocha sin ruido.
Tus labios gordos.
Tus dientes enormes.
Los labios y los dientes que me gustaba tanto mirar mientras no parabas de hablar bajo la sombrilla, con esa voz tuya, pequeña y refrescante como el agua de un arroyo. El silencio de esa voz volcado de pronto en mi boca en un único aliento a saliva, flores viejas y agua fría y salada.
Nos giramos hacia el sol, tiritando en silencio mejilla con mejilla. El sol se acaba de poner y nosotros nos quedamos así, flotando abrazados en el mercurio de la tarde.

sábado, 14 de junio de 2014

Correrse en Kowloon


Este post ha sido trasladado al blog cultural:

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Te invitamos visitarnos y seguir leyendo buena literatura en Internet.

sábado, 24 de mayo de 2014

Cosas para no leer cuando tienes un bebé (II)

Este post ha sido mudado por el autor al blog 

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domingo, 4 de mayo de 2014

Habitación 90

         La cita era antes de la cena. La mujer entraba en albornoz y se quedaba parada en medio de la habitación. Con la mirada fija delante de sí, como si no consiguiese recordar qué había venido a hacer y se dejara llevar por el movimiento, se desabrochaba el albornoz y dejaba caer el cordón. El albornoz medio abierto dejaba entrever en la piel dorada por el sol del último verano, unos pechos muy redondos, un vientre cálido y, sobre la marca clara del bañador, el pequeño triángulo peludo de su coño, muy alegre entre sus muslos. Cuando por fin volvía en sí y se giraba hacia el armario abierto. Un armario rebosante ropa de colores claros. Con ese mismo aire ausente, se quitaba el albornoz, lo colgaba encima de la puerta del armario y se ponía a hurgar en él.  Me gustaba el modo en que lo hacía, me gustaba ver de escorzo su pecho, bamboleándose todo redondo mientras hurgaba entre las perchas, su culo, que brillaba todavía con la humedad del baño, sus piernas fuertes de actriz de teatro contemporáneo…   Sacaba varias prendas antes de decidirse. Una a una, se la ponía delante del cuerpo, apretándolas contra su pecho, con una rodilla levantada, para verla mejor.  Entre una y otra, se volvía otra vez hacia ese punto en el aire, que la tenía tan pensativa, y así se quedaba con la prenda en la mano, a veces la dejaba caer simplemente antes de volverse desnuda hacia el armario y escoger la prenda siguiente. Cuando por fin se decidía, empezaba a vestirse. Entonces de pronto se quedaba absorta otra vez, mirando, medio desnuda, hacia el mismo punto de antes, algo que debía haber bajo la ventana del cuarto y que yo suponía que podía ser una televisión que más que pensar se concentraba en su programa favorito, o quizá su propio reflejo en el cristal, tras el que yo la observaba intrigado, preguntándome si no sería que en realidad era a mi a quien miraba, enmarcado en una ventana del edificio de enfrente, con la luz apagada para disimular, suspendido entre la luz de una noche que apenas empezaba y la luz de las farolas que ascendía reptando por la fachada.
          En aquel momento no me quedaba otra que pensar que bueno, que si me veía, si podía verme, y esta era su reacción -seguir vistiéndose y desvistiéndose delante de mí, mirándome de vez en cuando-…   desde luego no le molestaba, y que de algún modo esto sellaba un sencillo pacto entre nosotros.
      Tendría unos 40 años. Y esa diferencia de edad con mis compañeras universitarias (las chicas que yo deseaba diariamente) más que una diferencia, parecía un lazo entre los dos. Quizá la erótica el poder de una mujer con experiencia en contraste el de un joven que todavía es imprudente. O quizá era la erótica del encuentro de dos mundos distantes y dos tiempos distantes, cada uno en un distinto capítulo de su vida, –yo preocupado por los exámenes, ella por lo que quiera que preocupa a una mujer a los 40-, unidos de pronto, a pesar del mundo, como por túnel cavado en secreto con cuchara: la posibilidad de encontrar experiencia a través de ella ella y la de que ella volviese a sus paraísos perdidos a través de mí.
          Lo que me fascinaba no era que una mujer se desnudara delante de mí. Lo que fascinaba era el marco en que ocurría. Una mujer que se cambia de ropa es solo desnudez. Pero una vecina que se cambia de ropa delante de tu ventana, todos los días a la misma hora, es algo que enciende a cualquiera y que difícilmente olvidarás.
          Pero sobre todo, lo que me fascinaba, lo que me hacía sentir enormemente afortunado, era, a través de ese juego que nos unía como un hilo tendido por encima de las calles inconscientes (su padre sentado en la habitación de al lado, arriba los estudiantes cenando, abajo el adolescente concentrado en sus estudios)… lo que me fascinaba era la parsimonía con la que se lo tomaba, la más generosa lentitud con la que una mujer puede probarse su ropa delante de uno. Si, era aquella generosidad. 
          Era el modo en que me dejaba que la miraba mientras elegía sus vestidos. Era el modo en que me dejaba verla dudar desnuda, empezar a ponerse la ropa y arrepentirse -si, algo tan intimo como el arrepentirse- y tener que volver a quitársela. Era el modo en que se vestía y se desvestía o más bien no acababa de hacer ninguna de las dos cosas, y el hacerlo sin dejar de volverse una y otra vez, distraída, hacia ese punto invisible del escenario, quizá para no perderse su rograma de la tele o quizá para ver su propio reflejo –era muy bonita, tenía los pechos redondos, de una redondez tan perfecta como el hecho de haber la descubierto frente a mi ventana cambiándose de ropa todos los días antes de cenar, integrando sus rituales en los míos, su viejo ritual del armario y mi nuevo ritual de observarla escondido en mi propio cuarto, respirando el olor de la tarde sobre los tejados, mis ganas de ir y poseerla y saboreando a la vez la sensación de que de algún modo ya la estaba poseyendo, me viese o no, más allá de la superficie del cristal de su ventana, mezclado con el reflejo de su habitación.
          Era un instante para guardar en la bodega. Unos generosos minutos de complicidad que podrían venderse, uno a uno, a euro en un expendedor.  De algún modo, aparte de con follar con ella (allí mismo, sin dejar que se acabara de vestir ni que le diese tiempo a desnudarse), llegué a fantasear con tomar un café con ella y charlar, saber un poco de ella de lo que le gustaba y de lo que no, saber qué le hacía ilusión y lo que le preocupaba, me preguntaba que problemas tenía esta persona a la que observaba en su intimidad, en fin, de hablar de las cosas de las que hablan las personas delante de un café cuando ya se conocen un poco. Pensaba en invitarla a un desayuno fantástico y en darle las gracias, sinceramente, con un cálido abrazo, y contarle por ejemplo, que por ella solía llegar tarde a la cena con mis compañeros de residencia sin atreverme a explicarles por qué. A veces todos habían terminado y cenaba solo, pensando en mis cosas, y un poco en ella, lleno de esa calma dulce que luce por dentro de uno cuando se siente poseedor de una suerte inconfesable.
         Si bien nuestras ventanas daban a la misma calle, era una calle trasera, de esas a las que dan muchas ventanas y casi ninguna puerta. Al menos, las entradas de los edificios daban a otro lugar, la de mi residencia a la plaza, la de su edificio…  a saber. Debió ser por eso que nunca nos cruzamos. En verdad no sé si la reconocería pues casi nunca la vi vestida. Me pregunto cómo le irá.


Imagen: Craig Wanson en la película Body double (Doble de cuerpo). dirigida por Brian De Palma en 1984.

lunes, 24 de marzo de 2014

Cosas para no leer cuando tienes un bebé

Este post ha sido trasladado a Oficina de Latentes. 


Este y muchos más textos del mismo autor serán a partir de ahora publicados en este nuevo blog. Seguira siendo un placer compartirlo con vosotros.

lunes, 10 de marzo de 2014

Feliz Lunes (II)


Camino del trabajo. Una hora de trenes por delante, el sol de Marzo, y los recuerdos de infancia de Roald Dahl traducidos a una lengua nueva y fascinante.

sábado, 8 de marzo de 2014

Reflexión sobre el día de la mujer



Y en la calle, codo a codo, seríamos mucho más que siete mil millones.

Principio de frase del famoso poema de Benedetti, Te quiero, del libro El amor, las mujeres y la vida. Imagen de Mengana. 

jueves, 27 de febrero de 2014

En el nombre del padre


Mi madre me dijo una vez que siempre se lleva un niño dentro. Ella nunca ha sabido lo que aquel mensaje me marcó. Quizá para ella no tuvo importancia, un mensaje bonito para un niño, pero yo jamás lo he olvidado -y ya es raro, porque yo olvido muchas cosas. Se la he soltado a mucha gente. Ahora os la suelto a vosotros y siento que esa frase nos define, a ella y a mi. De ahí la importancia de compartirla con quien me conoce. De algún modo fué -es- un punto de clave en la vida que compartimos. Lo que no me dijo, es que toda la vida habría llevado un padre dentro. Un padre que tiembla como un niño que tiembla como un padre que tiembla como un niño… 

lunes, 20 de enero de 2014

Preámbulo a las instrucciones para sincronizar un smartphone (por Julio Cortázar y por mí)


Piensa en esto: cuando te regalan un smartphone te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente el smartphone, que los cumplas muy felices y esperamos que te dure porque es de buena marca, de última generación, áncora de aplicaciones; no te regalan solamente ese menudo picapedrero que te atarás a tus días y pasearás contigo. Te regalan -no lo saben, lo terrible es que no lo saben-, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca. Te regalan la necesidad de cargarlo todos los días, la obligación de actualizarlo para que siga siendo un smartphone; te regalan la obsesión de atender a sus avisos bajo la mesa de cada restaurante, a las nuevas aplicaciones, de sincronizarlo con las nubes. Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia de comparar tu smartphone con los demás smartphone. No te regalan un smartphone, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del smartphone.

Texto inspirado y editado del texto original de Julio Cortázar “Preámbulo de  las instrucciones para dar cuerda a un reloj” (1962).  Collage: Imagen del escritor Julio Cortázar en la exposición del Intituto Cervantes de París. / Antonio Gálvez ("El País") + Aplicaciones de smartphones.

lunes, 6 de enero de 2014

Manzanas secas. La muerte (de Golfo) en los mercados.


Suspendida entre entre dos iglesias gemelas, la atmósfera del mercado está llena de un silencio fresco y crujiente, un sonido de tripas que se desperezan, de carros, de cajas de madera y plástico, de cadenas  que caen lacias y pesadas cortinas que se descorren…   todo con ese tono encantador que tiene los sonidos del mundo cuando son absorbidos por la humedad de la mañana. También las voces de Giuliano y de las chicas, mientras se organizan, suenan limpias como cucharillas de café.  Discuten en alemán e italiano, alguna palabra en inglés o español. Yo llego siempre a en punto, con el sonido de las campanadas… Dan dun dan din dan  Sehr guten Morgen, dan dun dan din dun dan…  Me dun dan contestan dun din dan en babel dun dan. Acabo de descargar el camión con Giuliano.  Luego voy a cortar el pan, que ha llegado por correo mientras descargábamos el camión. Nada más entrar en la tienda, me pongo mi chaqueta roja, mi gorro rojo de enano de bosque y unos guantes de látex.  El pan es un pan duro, tosco, orgánico. Tras de mí, las chicas, también vestidas de rojo, con gorro de enano de bosque bajo el que cuelgan sus flequillos y trenzas rubias, charlotean y ríen mientras envuelven bizcochos - casi todas tienen los ojos azules, de lo demás se encarga el frío -. Yo corto el pan mientras las escucho charlotear en alemán e italiano, a veces algunas palabras en español  - un español duro, tosco, orgánico...  con un acento dulce, mezcla de alemán natal y del país latino donde aprendieron-. En un momento dado, una de ellas tararea una canción en alemán. Poco a poco, las otras se le unen. Las que no saben la canción esperan un compás más para unirse tarareando, alegres y un poco torpes, como quien se sube a un tiovivo. Así, temprano en la mañana, entre dos iglesias gemelas y un montón de camionetas abiertas, - con esa espontaneidad mecánica con la que probablemente se rompía a cantar en los campos de algodón o en los Soljos de la unión soviética  las chicas envuelven bizcochos y cantan, mientras yo corto el pan y me siento como en la fantasía de una película de los hermanos Cohen, en las que un montón de chicas cantan dulcemente, reunidas en un solo concepto: chicas que cantan jugando a los bolos, chicas que cantan lavando la ropa en un arroyo.

Cortar el pan de fruta es un trabajo mecánico. Si, es verdad que requiere concentración. Hay que pensar en la geometría: que los pedacitos no sean tan pequeños que no transmitan nada a los clientes, ni tan grandes que no se queden con ganas de más. Pero una vez que coges ritmo es un trabajo mecánico, y del mismo modo en que al jugar al Tetris o al hacer ganchillo puedes pensar en tus cosas, yo pienso en las mías. Pienso en gente, en mucha gente. Pienso en ti. En largas mañanas contigo.  Pienso también en mis problemas, que el ritmo del trabajo deja suspendidos como el polvo en el aire. Pienso en cosas buenas, cosas malas, y cosas que ni lo uno ni lo otro, como que hay que pagar el alquiler y que Golfo ha cumplido 10 años hace unos días. En que quedan 23 minutos para abrir, y que estoy decidido a pasar 13 horas aquí trabajando, sin pausa y a mucha honra, cortando pan, vendiendo fruta-de-cultivo-ecológico y dulces-de-navidad-de-cultivo-ecológico-y-recetas-veganas, versiones brutalmente sanas de la excelente Konditorei alemana, cargando cajas y volviéndolas a descargar.   No, no somos esclavos. Miro a las chicas, alguna me devuelve la mirada sonriendo sin dejar de cantar. Cada hora está pagada. De hecho gano más 13 horas seguidas trabajando en este mercado que en 13 horas seguidas trabajando como arquitecto, profesional cualificado, con responsabilidad civil, para algún gran estudio de arquitectura.

-Pues hazte mercader- me decía mi padre con voz burlona por skype.

-Quizá si hay que hacer un cambio no es hacerse mercader, sino dejar de aceptar contratos de mierda por ese supuesto prestigio de ser arquitecto. A los arquitectos nadie les paga las horas extras, son un derecho del contratante…  Y la culpa es nuestra:  lo hemos aceptado, según esa estúpida concepción de que la calidad y el prestigio profesional  es pasar noches enteras sin dormir - literalmente con lo malo que es eso para la salud y lo caro que lo cobran otros profesionales -, a cambio de unas palmadas en la espalda de las que no come nadie, a cambio de un “colegas, lo habéis hecho genial”.

Mi padre me dice que la cosa está mal, que son así, que blababablabla...

-Oh, si, económicamente está de puta pena. O no, no están mal si se piensa que no todas las monedas son dinero, que disponemos de otras. ¿Qué no tienen dinero? Pues que paguen con horas libres. El tiempo es impagable. El tiempo no se puede devolver: está siempre devaluado.

Queda poco. 5 minutos. Reparto el pan por los puestos, Scheiben?, Würfeln?...   ¿quien necesita 2356 dados de pan?...  Me miran atónitos y rien. Porque sí, porque tiene gracia que alguien se preocupe de hacer unas pocas multiplicaciones para contar los dados que contiene un kilo de pan.  Unas pocas benditas multiplicaciones que hacen reír a mi equipo.

Una vez repartido el pan en la sección de pestos y aceites especiados, agarro un saco de manzana seca y ocupo mi puesto. Se hace un breve silencio. Un silencio tenso, de esos en los que se oye ladrar a los perros. Alguien se asoma por encima de los pasteles a otear: los clientes de empiezan a agrupar en la puerta del mercado. 5 minutos.

Cada mañana, preparamos el puesto de mercado, como quien se prepara para el asalto del enemigo al que finalmente esperanos, cada uno en su puesto, parapetado tras hiladas de mazapanes, tortas de naranja, panes de fruta y chips de manzana seca de cultivo ecológico. Y yo, fuera del puesto, a cuerpo descubierto, con un saco de manzanas secas.

Ofrezco a unas viejecitas que caminan cogidas del brazo. Hacen como que no se quieren acercar, como que desconfían. Disimulando su brillo en los ojos, aceptan las manzanas. Siempre el mismo gesto, se quitan el guante de un tirón y tienen la mano como en quien espera la eucaristía. Se meten el trocito de manzana en la boca de una vez, empujando con la palma. Su piel se arruga y se estira bajo los ojos dulces, maliciosos y algo grises, llenos de pronto de placer. Sonríen, disfrutan de la manzana con toda la plenitud de una mañana cualquiera.

Mientras yo explico las propiedades de la manzana y las técnicas de secado con una voz poética y algo grave - esa voz que se nos pone a todos cuando hay un juego de seducción, y que yo rescato de mi armario de voces para vender manzanas en el mercado -,  otras señoras se acercan. "Was is das schönes?", (expresión que podría traducirse como ¿Qué tienes ahí tan bonito?, y que por tonta que parezca, dicha en alemán tiene el poder me hacerme sentir en una película de la Belle Époque)...  Yo disfruto de la frase como ellas de las manzanas, y empiezo de nuevo el discurso, modificándolo un poco para no aburrirlas, ni aburrirme yo, pensando en el montón de cosas privadas que piensa uno sin querer cuando hace un trabajo mecánico que conoce bien. Hay pagar el alquiler, una fugaz imagen de ti bailando desnuda en el sofá y de mi lanzándome a torda prisa a cerrar las cortinas, 10 años de blog, ¿conozco algún bloggero más viejo que yo?, ¿soy un bloggero realmente?... joder… Y así es como, mientras vendo manzanas-secas-de-cultivo-ecológico, rodeado de viejecitas que pasean cada mañana amando todo lo que es delicioso y gratuito, en medio de todo esto, me pregunto si Golfo debe morir.


Foto: panteón de la familia Rodriguez-Acosta (antaño familia de artistas y mecenas), cementerio de San José, Granada, tuneado por el autor con una nueva inscripción y una corona de manzanas. Imagen de fondo del fotógrafo Mike Thomas. 

miércoles, 1 de enero de 2014

Este año huele a flores y a futuro



a presente y a oportunidad.

(Feliz 2014)


Foto: Restos de esculturas de las antiguas galerías y talleres "Tacheles", Berlín, desmanteladas en Marzo de 2013,  encontrados por  pura casualidad en unos descampados de Marzahn (antiguo Berlin Este).

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