domingo, 13 de julio de 2014

Metal líquido (o cosas que hacer contigo durante la final)

Yo sabía que España ganaría esa tarde el mundial. De hecho, si preguntaban lo decía sin dudar. Mi lógica era simple: el país estaba viviendo una situación tan extraña que las cosas no podrían menos que seguir a la inercia de lo extraordinario. Luego lo confirmé en el momento en que supe que la tarde en que jugaban iba a ser la tarde que tanto nos había costado encontrar para vernos. Pero ya lo sabía.
Lo sabía cuando media hora después de empezar el partido no nos llegaban las ganas de volvernos a un mundo invadido por todas la televisiones que se encienden para dar lo mismo, el omnipresente murmullo del comentarista y las voces de ese coro misterioso que acecha para cantar los goles por cada rendija de la ciudad. Te contaba lo que me gusta bañarme a esas horas en las que el mundo civilizado se retira dejando que una playa, así como un río es el río, así una montaña es la montaña, vuelva a ser por fin La Playa.
Lo sabía cuando entrabas en el agua y yo tenía que disimular para mirarte más de la cuenta, mientras a ti te ocurría lo contrario. Tu mirada iba recorriéndome la espalda, su peso suave en los hombros y su roce fresco en el culo. Al principio me dio vergüenza, esa vergüenza, confieso, que nos da a muchos hombres cuando al contacto con el agua fría la polla se retrae haciéndose de pronto pequeña. Pero era en verdad tu vergüenza la que me resultaba mucho más divertida que la mía: disfrutaba enormemente de tu pudor. Lo podía sentir invadiéndote y tu alma resistiéndosele dentro del cuerpo. Tu pudor ahí alojado…
Tu me seguías. Me sigues. Me está siguiendo… me repetía como un mantra, así: en segunda y tercera persona. La una como un conjuro, la otra corroborando el efecto de su magia. La magia por la que apenas hace cinco minutos que te has bañado y no has rechazado este último baño. La magia por la que este “ven” mio, pronunciado hace un momento con disimulada congoja, brillaba ahora en el silencio cristalino de las olas que pasaban entre mis piernas e iban a romper a tus pies que ya sortean las piedritas de la orilla. Me sigues. Me está siguiendo. Sigues mi cuerpo desnudo y el yo inquieto que mi piel envuelve… y que son lo único que podría ofrecerte si ahora apareciese un enano vestido de buzo y me preguntara que podría dar yo por mis deseos. Qué podría dar.
Mi seguridad de que España ganaría el mundial contrastó en el aire con la imposibilidad de que se me apareciese de pronto un enano con escafandra.
De vez en cuando me daba la vuelta para comprobar que seguías ahí, me cercioraba de que te las arreglabas bien entre las rocas, mientras me dejaba invadir por ese sentimiento de virginidad que le da a uno cuando se ve por primera vez frente a un animal salvaje moviéndose en toda su libertad, calculando misteriosamente sus pasos y movimientos… la asombrosa suerte de su cercanía y la terrible resignación por la distancia que separa nuestros mundos.
Bajo el agua, el suelo era un lecho de arena fina que serpenteaba sobre una orografía de roca viva, un suelo duro pero suave a la vez de tanto ser suelo bajo el mar, formando plataformas, recovecos y bañeras como un paisaje lunar inundado. La estampa no era menos curiosa: tu con aquel bikini, rosa abajo y negro arriba, yo sencillamente desnudo. Parecía que uno de los dos se hubiese olvidado algo. Parecía que alguien, no sé, alguien que estuviese trazando la escena, se hubiese olvidado de borrarte la ropa o de dibujarme a mí la mía, que hubiese salido corriendo, quizá para no perderse tampoco el partido y nos hubiese dejado así, como un dibujo a medias que se abre paso hasta un claro de arena abierto entre la roca.
En el camino, con el agua por la cintura, sorteábamos la roca, a veces la rodeábamos, otras pasábamos por encima y entonces el viento de la tarde se hacía notar por un momento sobre la piel, antes de dejarnos envolver de nuevo en esa frescura templada que tienen las aguas poco profundas en verano. Alguna vez fui a darte la mano para ayudarte. Alguna vez la rechazaste, otras te agarraste a ella. Cuando nos sumergíamos de nuevo me ponía a nadar a tu alrededor, llevando entre las costillas el perro alegre de una suerte de angustia feliz. El juego en el agua. El juego en el agua. Pensaba. ¿Cómo era el juego en el agua? Reviso cada juego que he podido conocer en el agua y fuera de ella, las ahogadillas y volteretas por sorteo de números del uno al diez, el juego de cantar y adivinar canciones bajo el agua, la torre humana, el risk y la caza del vampiro.
Revuelvo buscando en mi propia historia y en las ajenas. Comienzo a preguntarme de qué me ha servido crecer en la playa, de qué me ha servido leer por ejemplo “…Me hice a su lado sobre la balsa. El tiempo estaba espléndido y, como bromeando, dejé ir la cabeza hacia atrás y la posé sobre su vientre. No dijo nada y quedé así… Ella reía siempre.”
Nosotros nos bañamos en silencio.
Y a falta de vientre sobre el que como bromeando posar la cabeza, me lanzo a nadar en círculos a tu lado, con la impresión de que hay una lección que debería saberme y que he olvidado completamente, la cabeza llena de juegos de tablero y estrategia y deseando que la tarde tuviese una tapa de cartón para poder levantarla y leer las instrucciones en el reverso.
Pero no había reverso en aquella tarde perfecta.
El último sol de la tarde velaba la superficie del cielo con rayos que venían volando muy bajo, amansados por el largo viaje a través de los kilómetros de aire y polvo que flota a ras de la superficie del mundo. El mar, brillando bajo un cielo sin fondo, parecía una inmensa charca de metal líquido al que el mundo quisiera asomarse a lo largo de toda la costa: pequeños riscos, arboledas, dunas y casas repartidas entre la maleza, torres vigía de la edad media y altos hoteles levantados en cualquier parte durante los años del pelotazo… Gibraltar al fondo. “Como un sombrero o un elefante olvidado en el vientre de la serpiente”… pensé. Y este pensamiento se perdió también entre las miles de curvas y brillos que serpenteaban suavemente en la superficie del mar.
A veces me volvía hacia ti, tentado de contarte todo esto, de soltártelo todo como un niño que decora con miles de detalles la confesión de una pequeña fechoría. Me callaba sin embargo. Y en mi silencio notaba que los labios me empezaban a tiritar…
Fuiste tú la que levantó los brazos hacia mí, con ese gesto sencillo y devastador que todo lo suspende y todo lo inicia, desconcertante como una plegaria atendida y real como la luz que te daba en la cara haciéndote entrecerrar los ojos y desvelando esas arrugas que tiene la gente que ríe a menudo, y que no viene a decir más que ven aquí, idiota, abrázame de una vez que tengo frío y se nos va la tarde.
Tus brazos finos engarzándose por encima de mis hombros.
El frío empapado del bikini al aplastar tus pechos contra mi cuerpo.
Tu vientre como una suavidad templada que viene a encontrarme de pronto a través del frío… y que por unos segundos me recuerda al fuego vivo que me rozaba en la cara cuando saltaba hogueras en la noche de San Juan.
Tus piernas deslizándose sobre las mías y cruzándose por detrás de mí como una prenda que se abrocha sin ruido.
Tus labios gordos.
Tus dientes enormes.
Los labios y los dientes que me gustaba tanto mirar mientras no parabas de hablar bajo la sombrilla, con esa voz tuya, pequeña y refrescante como el agua de un arroyo. El silencio de esa voz volcado de pronto en mi boca en un único aliento a saliva, flores viejas y agua fría y salada.
Nos giramos hacia el sol, tiritando en silencio mejilla con mejilla. El sol se acaba de poner y nosotros nos quedamos así, flotando abrazados en el mercurio de la tarde.

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