martes, 25 de junio de 2013

El Silencio

Mi abuela, a la que ya conocéis por la descripción que con todo mi amor y toda la crudeza que pude hice de su agonía, estudió canto, aunque nunca ejerció. Primero porque vino una guerra y trajo un montón de complicaciones, peregrinajes huidas, exilios. Después por la entrega a su matrimonio, el advenimiento de sus 7 hijos y todo el follón que vino después y del que yo soy parte. 

Sin embargo, su amor por la música la acompañó siempre, y no solo eso, sino que de algún modo, la llevó a desarrollar una enorme curiosidad por las matemáticas que -le encantaba decir- subyacen en la música. Alardeaba con facilidad de esa curiosidad. De hecho, lo hacía en voz alta cada vez que podía,  especialmente cuando alguno de nosotros había traído a su novia. Levantaba los dedos y dibujaba con ellos un arco en el aire, uniéndolos en la cúspide -en la clave-. A mi me fastidiaba un montón pero me llenaba de secretamente de orgullo y en verdad me resultaba divertido que mi abuela intentara impresionar a nuestras chicas de esa manera. Mi abuela quería sentirse declaradamente renacentista gracias a esa curiosidad que por lo demás solo saciaba por las conversaciones que tenía con sus nietos, al menos con los que la habíamos heredado. Aquello le permitió poder hablar siempre de algo nuevo, de algo por descubrir. La curiosidad fue para mi el secreto de su juventud hasta el último momento. Luego se hizo vieja de pronto, no tuvo más fuerzas para ser curiosa y la muerte se la vino a llevar. Mi abuela es el primer muerto que vi en mi vida. Estaba bellísima y parecía llena de paz. Digo parecía porque no quise olvidar que mi abuela estaba muerta. Que aquel era un cuerpo sin alma, pero el cuerpo, eso si de una persona amada. Su silencio llenaba todo, tanto quizá, que yo mismo me descargué en un chorreón de lágrimas tan denso, repentino, constante y también tan breve como el agua de una esponja que se acaba de estrujar. 

Aparte de esta experiencia final, de mi abuela no heredé nada concreto, excepto su curiosidad y este artículo del periódico que recortó para mí y que me dio una de esas tardes de conversaciones que pasó conmigo antes de morir. Este texto, más allá de la música, me ha ayudado a comprender muchas cosas en la vida, desde mi percepción del espacio y mi manera de trabajar con él, hasta mi relación con las personas. Su último silencio fue el preámbulo magnífico del tener que ejercer a solas esta convicción. Mi abuela sabia lo que no está escrito.

Para leer, por favor, pinchen aquí

jueves, 13 de junio de 2013

Infiltraciones Dharma (III). De libros y juguetes



         Me encantan los juguetes. Puede sonar encantador, pero no se dejen engañar, de hecho, lo mío con los juguetes pertenece a esa clase de cosas por las que tu pareja se enamora un poco más y que son las mismas por las que un día puede acabar odiándote –un poco más-.  A ver cuando creces.  
          Pero, honestamente, ¿Qué tiene que ver esto con crecer?
        No puedo evitarlo. Me gustan los juguetes, me gusta la emoción que producen en la mente del que juega. Me gusta el ejercicio de imaginación liberada que les da sentido y por un instante hasta algo de vida. Son hermosos y algunos de ellos tienen una inmensa capacidad de enseñanza y experiencia. Sin contar con la pequeña poética de sus mecanismos, entre la perogrullada y el automatismo. El juguete tiene una misión, una vocación parecida a la de un perro que crece con un niño. Incluso cuando el juguete queda destrozado por el juego, no deja de enseñar algo de la magia electromecánica de sus tripas, del mismo modo en que el perro o un hámster cuando se hacen viejos o mueren por la razón que sea, ofrecen al niño las primeras experiencias con la muerte.   
       Esa emoción que aún encuentro en los juguetes es su capacidad como lenguaje, en todas sus consecuencias: lo que representan.  Aunque la emoción del juguete al crecer se disipe finalmente, desplazada por otras ideas del juego
           A veces tomo por un instante, por ejemplo, un avión de Robotech que había encontrado  un día, en el rastro,  entre un teléfono viejo y un kit de estropajos, y que me vendieron por dos euros (la misma pieza, en e-bay, la venden por cien eurazos). Entonces agarro el avión lo hago volar un segundo sobre el respaldo del sofá, lo transformo en el aire haciendo ruidos con la boca –la belleza de los aviones de Robotech radica en que se transforman en robots–. Luego lo devuelvo a su lugar en la estantería, donde su imagen –de robot o de avión- se congela de nuevo y el juguete queda reducido a una mera escultura sentimental, un documento sobre la historia de la infancia ochentera y la ciencia ficción, un ente en que la vida –el juego que le da vida- solo es algo latente donde confluyen miles de ideas a la vez: las de los adultos que lo diseñaron, las de los niños que confirmaron el acierto y la enorme belleza del invento, que yo intento contemplar fascinado desde la perspectiva de los dos. 
          Hoy día, más que jugando con ellos, disfruto viendo los juguetes y analizando lo que quieren decir, lo que podrían decir, lo que van a enseñar, la pequeña poética de sus mecanismos físicos, sensoriales, sociales.
          También lo que no deben enseñar, la deseducación que da forma a muchos juguetes proyectando en el jugador prejuicios que limitarán su libertad, que lo “educarán”, dibujando sutilmente el corralito en el que siempre estarán dominados. 
       Hoy me han regalado libros. Yo los he recibido en las manos con una emoción que me costaba entender pero que se parecía mucho a la emoción de recibir un juguete: la proximidad de la aventura, del encuentro, del advenimiento de un tiempo nuevo y sencillo, pequeño, pero fructuoso y siempre algo incierto. 
         En mi mente he querido comparar todo esto con una emoción conocida. He pensado en la creatividad, en la interacción con el mundo, en el lenguaje, en el sexo;  en la extraña emoción que me invade por las mañanas y que es como unas ganas enormes de jugar, de lanzarme a escribir, de entregarme a un juego de inteligencia –me gusta trabajar por las mañanas-, quizá traídas con la resaca desde las discusiones prolongadas dulcemente en la puerta de un bar donde ya está amaneciendo, con esa lucidez de las deshoras que llenan las despedidas andaluzas de anécdotas y anotaciones sobre las que nunca escribiremos, pero sobre las que me prometo escribir, recibidas como un juguete; con suerte, el juego que me deja por fin en la orilla de una cálida noche contigo, la tensión fresca de tus músculos cuando te desperezas mientras hago el desayuno, el mundo que se transforma bajo la luz, como el avión de Robotech, para que el juego continúe.
          Pero no, por más que comparaba: tampoco era eso.
       No ha sido sino al verme en el DVD a mí mismo en un día de reyes cuando lo he comprendido. Hoy he recibido libros como recibí en su día un tren eléctrico, como más tarde recibiría otros juguetes inolvidables una motoreta roja con un casco blanco por el que en el barrio me llamaron, durante un tiempo, la hormiga atómica, Tente, mucho Tente, juegos de química y enjambres de tornillos.
      Hoy he recibido libros, llenos de pensamiento, de descubrimiento, mecanismos en sus entresijos y sus posibilidades, y ahí los llevo ahora a casa en el maletero del coche... haciendo el mismo ruido sordo que hacían en mi alma los juguetes cuando me los llevaba por fin, camino del vasto y humilde imperio de mi habitación. 


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