martes, 30 de abril de 2013

Filtraciones Dharma (I)




     
                Creo que fue el sexto día. Yo me encontraba meditando en algún punto de las 12 horas de meditación diaria que formaban parte de la férrea agenda, idéntica cada día, de aquella escuela de meditación, y que junto al voto de silencio, castidad y a una dieta vegetariana hasta entonces desconocida para mi, ya producían sus efectos.  Quieran que no, empezaba a asimilar las primeras verdades de la realidad cercana: la incómoda postura, que me era ya tan dolorosa como inofensiva -mi columna vertebral como un tronco seco de dolor flotando en el inmenso vacío que se abría con mis párpados cerrados-, la revolución interior en forma de miles de voces y visiones con las que mi mente me bombardeaba, negándose a renunciar al terrible ruido de fondo en el que vivimos empeñados en que eso somos; una montaña de la chatarra mental que esa misma mente me arrojaba, como una amante despechada que te tira los platos a la cabeza en una vieja película italiana: todo lo que encontrara en los recovecos de mi bagaje mental, mi historia, mis deseos, mis miedos…  lo que fuera con tal de reivindicar su derecho a la miseria que nos rodea como una madeja y que adquiere su sentido a través de nosotros mismos como un laberinto de condiciones. Me encontraba con la espalda muy dolorida, contemplando todo lo que añoraba en aquel encierro y que había sido, hasta hoy, el origen de la felicidad y la infelicidad, inaccesible ahora por mis votos y mi promesas de no huir, y saboreando también la sospecha de esta libertad. Aprendía pues a no reaccionar, mesuraba la construcción de un nuevo modelo de rebeldía. Una rebeldía sin rabia ni sin sufrimiento.
                Y entonces me aparecí. Me vi a mi mismo de niño, de pié apenas a un metro delante de mi.  Tenía unos 7 años y vestía aquel chandal del colegio, que yo me solía imaginar como el uniforme de la élite guerrera, exploradora y sofisticada de una fantasía de ciencia ficción con la que pasaba mis días en el colegio, más crueles a veces que si hubiese estado realmente en un cuartel perdido en el espacio. Cuando veía a otros niños con el chándal, eran parte de mi armada; cuando veía a las chicas, me preguntaba si exploraría con ellas el mundo; el mismo mundo que intentaba comprender y en el que intentaba poner en orden, o al menos algo de paz, hasta hoy mismo, veinticinco años después, marchándome estudiar 8 horas al dia de meditación, sacrificando un verano -el único verano que se da cada año- y abandonando a todas mis compañeras a la suerte de explorar solas el mundo a la luz de Agosto. Era verano y a veces me preguntaba qué hacía allí. Quizá él también. Me miraba con la cabeza un poco gacha y ese aire inexpresivo y a la vez interrogante, atento y ausente aunque-no-tanto-si-uno-se-fija, y precisamente por eso a veces tan inquietante, que tienen los niños. Supongo que, viéndose de pronto ante el futuro -que era mi presente-, aceptaba su propio desconcierto, como otra de las muchas cosas ante las que tuvo que verse de pronto y aceptar sin ruido, como se aceptan las cosas en el principio de la vida, -pequeñas interrogantes que flotaban como restos del naufragio necesario y repetitivo de la inocencia-.  Yo le observaba también sin decirle nada, lo dejaba estar como dejaba también estar el inmenso dolor de mi espalda y los demás dolores que mi corazón me traía a flote ahora que por fin lo escuchaba a través del turbio fluido del mundo. Lo observé, en suma, sin reaccionar, como habría observado a un mosquito que en aquel momento de se me hubiese posada en el párpado izquierdo.
                Pero antes de considerarlo igual que al mosquito, que a mi espalda y que al constructo doloroso, brillante y pasajero, que era mi propia vida contemplada sin limitaciones de tiempo ni espacio, le dediqué un pequeño instante. Sentía que le debía una explicación, así que me robé un momento en la agenda de la ecuanimidad para decirle que si él y yo estábamos ahora aquí, si estaba haciendo lo que estaba haciendo, era también por él; porque a él no podía traicionarlo. Porque si lo traicionaba a él, sería mi propio fin. El fin del hombre que había decidido ser cuando era un hombre pequeño: el fin de lo que de mi él albergaba, de lo que de mí se prometió. Él ya lo sabía aunque no se fuera a acordar jamás de aquel encuentro y ni siquiera supiese a ciencia cierta si me reconocía o se reconocía a sí mismo en mí. No por nada, sino porque la verdad es que yo no me acuerdo de haberme visto de mayor cuando era pequeño y menos meditando de rodillas bajo un techo de vigas de madera.
                No sé cuánto tiempo estuvo allí, en pié delante de mí, mirando mis ojos cerrados cara a cara, tan bajito como era a los 7 años, con ese chándal rojo tan feo, la cara churretosa y el pelo despeinado, pero necesité un tiempo para tratar con ecuanimidad la emoción de aquel encuentro. De hecho, todavía no se si aquello me ayudó a alcanzar esa ecuanimidad o me alejó un poco de ella, tiñendo de tonta épica y mística visual la pureza aquellos días.


Foto:  Danny LLoyd en "El resplandor", de Standley Kubrick.

miércoles, 24 de abril de 2013

Especies de siesta


Este post ha sido trasladado al blog:

Oficina de Latentes

www.oficinadelatentes.com

Allí nos vemos.



sábado, 6 de abril de 2013

El amor en la nevera

Este es otro momento para guardar en el congelador.
-A. Menta. Verano de 2008.


      Ah, si si si, recuerdo el siseo de las sábanas cuando se deslizaba desnuda en mi cama. Dios, qué tormento tener el recuerdo ahí, todo dulce y siempre ahí, como un plátano demasiado maduro en el fondo de frigorífico.
      Entenderán esta metáfora los individuos perezosos o despistados que a veces se dejan demasiado tiempo las cosas en el frigorífico
                      y todas las noches se las encuentran al abrirlo
                                                                    y todas las noches se dicen:
                                                                                          “¡Ay va!...  Mañana lo tiraré.”




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