martes, 28 de febrero de 2012

Los tigres en la nieve (La amistad en calzones)

       Hoy he cruzado a pie el estanque frente al cual solíamos echarnos a beber cerveza y contemplar el atardecer. A través del agua helada cruzaban estelas blancas: cintas verticales blancas tendidas en la oscuridad del agua petrificada, como un material nebuloso y sutil que no era más que el tono que toman las grietas al resquebrajar el hielo de lado a lado. A la vista de las grietas, le he calculado a la placa unos 20 centímetros de espesor. Una medida elegante, sin duda, quizá porque está próxima a cosas fuertes y delicadas a la vez como una cabeza y una mano. Algún instinto me ha dicho que estas señales de rotura no hacían sino confirmar la resistencia del hielo sobre el que me encontraba. Lleno de curiosidad, me he agachado para estudiarlas mejor, entre los niños que jugaban y las madres que me observaban divertidas, como se mira efectivamente a alguien que jamás ha visto lo que tiene delante.
       He visto a través del hielo los nenúfares muertos que observábamos en verano conversando sobre cualquier cosa, desde la endodoncia de las ranas a las posibilidades que teníamos de acostarnos con alguna chica de la ciudad, arropados por dulce aburrimiento de las amistades que trae el azar en agosto. Luego he pensado que no están muertos, que están solo congelados.


lunes, 20 de febrero de 2012

Los tigres en la nieve (Wienerei)

       Esta mañana me he levantado con la firme decisión de ir al Weinerei a echar un buen rato leyendo y escribiendo. El lugar me inspira enormemente y quien lo conozca comprenderá que no es para menos. Es cálido y sencillo como tanta buena escritura.
       Mientras desayunaba, he abierto la jaula de los periquitos para que se den una vuelta. Han salido en seguida. Primero la hembra -la viuda azul-, y luego el macho que la sigue a todas partes a pesar del desdén con que ella lo trata y que no sabemos cuánto durará –el pájaro o el desdén, tengamos en cuenta su predecesor se ganó un amor sincero de varios años-. Los bichos, todo contentos, han salido en seguida, escalado al tejado de la jaula y ahí se han apostado. Con cada ruido de platos, tazas y cucharas contestaban con una breve melodía.
       No han querido volver a la jaula en un buen rato y yo, que aún no se cómo agarrarlos y hacerlos volver -echan a volar cada vez que lo intento- he tenido que quedarme en casa esperando a que lo hagan por su propia voluntad.
       Me han dado las 3 de la tarde. Cuando han vuelto al interior, he cerrado rapidamente, con una risa malévola de esas que empiezan con ache ¡Hah jajaja!, y por fin he podido salir a la calle. Putos bichos.
       Hacía frio, mucho frio, pero aún así he cogido la bicicleta. No ha sido mala idea. Cruzando la ciudad, he disfrutado del calor de mi cuerpo generaba dentro del abrigo y del aire helado acariciándome la cara. Había un olor a montaña, a leche, a ginebra, a rocas y a hierbas ocultas en alguna grieta inaccesible. Un olor que el viento ha traído de muy lejos y que ha engullido toda la ciudad, del mismo modo en que las tormentas de arena se apoderan de las ciudades del desierto.
       La ciudad estaba un poco triste… los cual es decir que jamás la había visto tan triste. La emoción que me inspiran los barrios al abrirme paso estaba como helada bajo la superficie de un estanque.
       He llegado al Weinirei, he pedido un café solo y largo, y me he sentado en un sillón junto a otras personas que leían y trabajaban en sus portátiles, cada una agachada a su manera en torno la misma mesa, pues en el Wieinirei todas las sillas son diferentes.
       He estado dos horas leyendo y escribiendo en el portátil. Detrás de mi, la noche ha llegado pronto y se ha ido instalando en la tarde con esa crueldad suya de invierno, pero yo, todo contento a la luz cálida de las lámparas del café, no le he echado muchas cuentas.
       En un momento dado me he acabado el último buche a este café bien negro -y ya más que frio-, antes de levantarme para ir a fumar in pitillo. Sólo entonces he visto, al otro lado de la ventana, la calle cubierta de nieve.
       Según los datos aportados por el dedo que he hundido un momento sobre la acera, mientras escribía delante de un buen café han caído 5 milímetros de nieve. Medio centímetros de esa prenda blanca, húmeda y helada, que va a marcar el paisaje de esta noche de sábado.
       Mañana me marcho de viaje y la emoción del viaje se ha visto mezclada de pronto por esa ilusión por nada en concreto que caracteriza la llegada de la nieve y que he disfrutado pisoteando la nieve, contentísimo de poder hacerlo antes de que el mundo se le eche encima dejándola en unas horas sucia y revuelta como la cola de una novia borracha y alegre.
       Luego he entrado al café, todo sonriente y aspaventando de frio. Aún me dura todavía, una electricidad, un hormigeo, como si de alguna manera me hubiese tocado algo…
       No conocer nevada una ciudad en la que nieva es como no conocer la ropa con la que tu chica va al trabajo (desde donde a veces te llama, con esa voz cálida que se nos pone a todos cuando demoramos la urgencia del asalto). Oh si, se puede vivir sin ello… como se puede vivir sin compartir el desayuno, la ducha, las ideas y algunos problemas. Después de semanas resistiendo el envite del frío bajo las faldas, la ciudad me enseña por fin esa prenda recién estrenada.


lunes, 13 de febrero de 2012

Los tigres en la nieve (Mantel)

       Este relato ha sido retirado para ser reeditado en el blog Oficina de Latentes.
Disculpen las molestias.


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