lunes, 31 de diciembre de 2012

Ha sido 2012


            Este año no ha sido un mal año. Es decir: ha sido un año terrible, lleno de dificultades y hoy día no puedo decir que mi vida sea en absoluto estable. Ha sido el segundo año de una nueva vida que no acaba de asentarse realmente y que por ahora no es más que un millar de frentes abiertos en la batalla por una vida estable, unos proyectos posibles, una manera de vivir -ahí es nada-... No ha sido un año de conformidad.  ¿Quién firmaría el recibo de lo que está ocurriendo?... No, Ha sido mucho más que eso. En mi memoria se agita una nueva generación de recuerdos como los hijos de cien primos de en un martes de cumpleaños. Ha sido un año de siembra en una tierra desconocida. Removida por escarabajos y lombrices desconocidas, entre las viejas raíces de plantas desconocidas, que agitan sus ramas al paso vientos a los que he tenido que acostumbrarme y se aplastan al paso de bichos de los que solo había oído hablar en los libros…  sin hablar de la polinización, los zorros cruzando las plazas en la noche, los conejos en bicicleta...   todo, todo nuevo en la jungla de siempre que es la vida. Y como en toda siembra, no ha dejado de haber momentos de distracción y escapada, de diversión, de baile y música en los sótanos del ruinoso caserío del mundo conocido (el mundo que nos prometieron, esa chatarra por contrato, en la que ahora muchos sembramos), o de sentarse en el tejado al atardecer y preguntarse cómo cojones...  Hemos bailado al borde de canales y hemos lanzado botellas contra las murallas de los museos.  Hemos cantado bajo la lluvia de todos los días de Julio como si el cielo se nos fuera a caer en nuestras cabezas.  Y por la mañana, después de un dulce remoloneo entre las sábanas -el reconfortante olor de las madrigueras abierto al aire fresco que cruza por el jardín y nos pilla abrazándonos-, no han estado mal los desayunos, ni hemos renunciado al placer de lavarnos como perros, para, en fin, a la hora, volver sobre la siembra se la nueva tierra y el asombro de los “buenos días” pronunciados por primera vez en viejas lenguas a las puertas de otras-panaderías-de-toda-la-vida. 
            Y si no he escrito mucho, podéis culparme, no es que yo esté tranquilo, pero se bien que el polvo de la jarana abonará en 2013 el vacío de la hojas en blanco. 

              Feliz 2013. Te deseo, a ti que lees, prosperidad, amor, salud, diversión y coraje. 
              Y en verdad a los que no leen también.

miércoles, 26 de diciembre de 2012

viernes, 14 de diciembre de 2012

Entrevista con Oscar Niemeyer


Oye Oscar. Verás…  yo, eso de la arquitectura creo que ya lo he comprendido bastante bien. De eso creo que ya me he enterado.  Lo que yo quería preguntarte era más bien…   vamos a ver, 

Oscar, ¿Tu qué coño piensas de esta vida?

Oscar me habría  mirado con una expresión fría, de pura falta de sorpresa (porque oscar ha visto mucho y a mí se me ve a la legua), pero una expresión a la vez honestamente simpática (porque oscar ha visto mucho y a mi se me ve en seguida).
Me habría mirado desde un pequeño if only (pequeño como una colina limada por las eras geológicas), como se debe mirar cuando no puedes volver 70 años atrás y quedarte toda la noche conversando largamente y mirando a la gente pasar, mientras entre una copa y otra, tratamos se solucionar una infinita sarta de enigmas, cosidas con el hilo sencillo de tantas reflexiones y anécdotas más o menos recientes, enhebrando los vacíos con un vino reconfortante o una caipirinhia fría. Me habría mirado con un poco de nostalgia y un poco de cansancio, solo de pensar en pasar en la calle otra puta noche merodeando por ahí.
Si, me imagino que él me miraría un instante de lejos y tras un minuto que me tendría en ascuas, como quien le da la vuelta a unos binoculares cogidos a la inversa por casualidad,
Oscar me empezaría a hablar.
Sin embargo, la semana pasada, los Orishas, la Parca, San Pedro y Caronte, Yama y Erumao, certificados con buena caligrafía de los Shinigamis, Osiris, Yahmeh, Baron Samedi, Supai, Tumoi, Chebeli, el Mulo y la Nada, oh, si ella también, siempre elegante e intelectual, con ese ligero aire de hipster y buen polvo de pocas noches…  en fin, toda la panda y la madre que los parió, vinieron a llevárselo, con el gusto  que debe dar llevarse a Oscar Niemeyer de tu lado del rio.  
Y yo tuve que tachar de mi lista una de las cosas que siempre había querido hacer en Brasil.


viernes, 30 de noviembre de 2012

Hay que traducir lo intraducible

       Reflexiones de MariCruz Cristófol acerca de optimismo/pesimismo y traducción a propósito de una clase de Salvador Peña.

        Como el amor (la poesía, la literatura...), a mi entender LA TRADUCCIÓN Y SU PRÁCTICA se construyen sobre un MALENTENDIDO, la imposibilidad de comunicación, la vana ilusión de entrar en la mente, el corazón, el cuerpo del otro (con mayúsculas o no, poco importa, ¿o importa mucho? quizássí...), en su experiencia.
        Lo que hay del otro que nos enamora o que creemos entender e interpretar es sólo algo que ya está en nosotros mismos. Reconocemos en el espejo sólo aquello que ya conocemos, lo demás nos es incógnito, no lo vemos siquiera.
        Pero como hay ALGO de nosotros que compartimos con otros, pues nos enamoramos, leemos poesía y traducimos... Hay momentos en que la lucidez nos alcanza y lo vemos claro: "no nos hemos comprendido nunca, hablamos lenguas diferentes, usted y yo, ¿qué hacemos perdiendo nuestro tiempo en esta ficción?"        Sin embargo, esa ofuscación del reconocimiento en el otro, esa ilusión de amarlo y comprenderlo, de ser capaz de empatizar con él, de traducirlo, es tan hermosa, tan sublime a veces incluso, que una vez experimentada no puede abandonarse sin dolor. Crea dependencia.
        Mi pesimismo-optimismo acerca de la traducción tiene que ver con esto: mi pesimismo está en que las traducciones no son transparentes, ni inocentes, ni neutras, ni inocuas, ni... mi optimismo está en que es hermoso y vale la pena practicarlo, sea lo que sea a lo que llamemos TRADUCIR.

lunes, 15 de octubre de 2012

Bajo los adoquines está el Nautilus varado en una playa



       La primera vez que bajamos en aquel ascensor, cuando piso a piso dejaron de aparecer la puertas y en su lugar una pared de cemento continuaba subiendo y subiendo hasta que el ascensor se paró, miré a mi padre, balbuceé algo...   que la pared se tragó sin eco alguno. Mi padre me sonrió, burlón, y me dijo que me mirara detrás de mí. La oficina de mi padre tenía un ascensor de servicio con dos puertas, una a cada lado. En las plantas altas usaba una, en las bajas usaba otra que estaba justo detrás. A él le pareció divertido, yo había temido por un momento acabar en una playa donde siempre era de noche, tener que convivir con un gorila blanco en un submarino allí varado y no solo vérmelas a otro montón de personajes extraviados sino también con otra chica que jamás me miraría por ser demasiado pequeño.

       No sabía si la había visto de verdad o era una amalgama de recuerdos de infancia que había tomado forma propia en mi mente. Cuando la vi, o creo que la vi, era muy pequeño. Inconexa, dotada de un algo legendario y anónimo a vez de la honesta creatividad, me impresionó.  Luego, la he buscado varias veces. He preguntado  en videoclubs, he consultado a más de un cinéfilo, aficionados a la ciencia ficción y la fantasía. Se la he contado a mi madre, que me la alquiló de pequeño y que me ha mirado siempre, desconcertada. Se la he contado a amigos, a doctores expertos en un montón cosas bellas que a nadie importan, a maestros de viejos cineforums…  por probar, a cada amigo con quien he encontrado el momento, como una confesión. Anoche mismo te la contaba a ti, mientras echados en la cama, mirábamos al techo y escuchábamos el viento agitando los árboles en la oscuridad y el tráfico emergente de un día que se aproxima.  Tu me habías preguntado por qué tenía el blog tan abandonado y yo, pensando en decenas de textos que tengo que terminar, recordé la de veces que he pensado en redactar el argumento de aquella película, o a falta de argumento, pues es bastante surrealista, contarla simplemente entera en un post y esperar a que alguien diese con ella y me dijera su nombre.  Un se busca. Eso es lo que me habías dicho que hiciera justo antes de empezar el juego bajo las mantas…  y olvidarla de nuevo tras un breve y callado ya volveré a preguntar, ya seguiré buscando, o a las malas, a las malas de verdad, ya la filmaría yo mismo, fotograma a fotograma, tal y como la llevo incrustada, sin nombre ni propietario, como un submarino varado en las orillas de mi niñez.

      Hoy he encendido el Google y he leido Little Nemo in Google Land, por el aniversario de Winsor McCay… autor de un cómic llamado Nemo in Slumberland. El doodle está muy trabajado a pesar de que el comic dejó de publicarse en 1926. Hubo de varios intentos de revivir en los años 40 y 50, sin éxito, hasta que Arnau Sélignac y el productor John Boorman, hicieron una película fantástica inspirada en él, llamada Nemo o Dream One… y en verdad nunca supe que hubiese tenido más éxito que el de que mi madre la trajera una vez a casa alquilada durante 24 horas por doscientas pesetas.  

      Y así, este mediodía, el sencillo dibujo de un niño empujado fuera de su cama hacia un mundo de fantasía inexplicable y sin salida (que nada tiene que ver con la película dado que en ella el niño baja solo en ascensor), finalmente he podido reconocer con mis propios ojos los fotogramas que con el velcro de la infancia se adhirieron a mi imaginación…  junto a un ligero e inconfesable miedo a bajar en ascensor.


martes, 31 de julio de 2012



Dormíamos abrazados
con ese gesto 
de cálido refugio y sencilla desesperación
de los niños que abrazan 
dormidos 
a su oso de peluche
y los adultos que duermen 
abrazados 
bajo el cielo de la guerra nuclear.



viernes, 6 de julio de 2012

The Step


She walks me to the front door which has been open all this while. A million years, two minutes, a lifetime.  And now I can see. There was a shadow of myself hiding under the second step. It was waiting to take, to wear again, my shape on the wall.
There was a shadow of myself under one of this three steps to this night. A tiny shadow of me like all my courage concentrated in some tiny point, under this step, waiting to jump into my life like Kerouak jumped on a train, just to continue the Road.
My courage hiding under one of this steps like all the love in the world can hide under the head of a match, to set in some fire in the cold winter of this absurd Friday night.
The image of all this comes from the step to the portrait of you walking all nude to the bathroom.  I am lying on the bed, enjoying the laziness, and I turn my eyes to your shape in the door. I like your shoulders, your ass and your ankles, and the road along your skin from ones to the others.  I could lick it all, like cats lick each other to clean those invisible traces of strangers, with that tenderness, with no hurry, with the instinct of who has nothing else to do but being, in this morning that was hiding under the steps with my courage to suggest you to spend the night with me, to get in this mood, when my room becomes also your room, and yours is also mine, open wide sharing like two lions, in a broken cage, in a forgotten zoo, somewhere, after the war.


jueves, 7 de junio de 2012

Del error y la identidad


        Una vez pensé, concluí, que cometer un error en la vida no es tan fácil, que el único error verdadero y posible es el que sabes que has cometido cuando te miras al espejo y no te identificas con lo que estás viendo, cuando no reconoces tu vida en la vida del que está al otro lado.
         Puedes meterte mil cosas destrozar tu cuerpo. Puedes hacer daño a los demás, al mundo. Puedes tirar por la ventana tus potenciales o usarlos de un modo incomprensible y terrorífico. O puedes abandonarte simplemente, darte a la desidia y a la indolencia… o ser todo creatividad, vitalismo, activismo, consciencia o lucha por la hermosa guerra de la creación (contra nadie y contra nada). Puedes hacer lo que te parece bueno o lo que te parece malo, si: puedes elegir… y mientras te identifiques con lo que has hecho, con lo que estás haciendo, no hay error, por más que los demás hablen: Es tu vida y la reconoces. Has elegido tus pasos y si miras atrás, puedes reconocer como tuyos cada uno de ellos.
         Cuando no te identificas con lo que haces, entonces, es la gran cagada.  Esta despersonalización es el anuncio devastador de que te has equivocado, de que te has salido de tu trayectoria (no voy a decir camino… porque no, porque no hay camino, porque se trata de un viaje no preestablecido, apenas calculable por la física y solo por la vigente, que si uno piensa en lo rápido que puede cambiar, tampoco es para tanto).
         Estamos, muchos de vosotros y yo, en un momento de nuestras vidas en que hemos descubierto el miedo a habernos equivocado (y asombro que produce) o el miedo a equivocarnos (a veces casi paralizador). No, no es la edad, puede verse en las últimas películas de Woody Allen, todas de algún modo hablan sobre el problema elegir y la posibilidad de equivocarse (hacer qué el público diga oh, ah, uh, por ahí no, idiota… mientras el personaje sólo se da cuenta cuando es tarde).  Dios me salve de ser tan pijo e infantil como los personajes de las últimas películas Woody Allen, pero la verdad, es que sí: esto de crecer es rock and roll, todavía más confuso que los 18 mismos. Al menos a los 18, entre entre tantos puñetazos al aire y un poco llorar solo, ves la enorme belleza de tu confusión: al menos a los 18 puedes declamar, con inocente petulancia, el asombro de tu caos.
         No se muy bien qué he hecho con mi vida ni por qué (lo segundo ni siquiera quiero contestarlo, no quiero caer en la justificación… buscar otro estúpido culpable). No se muy bien qué podría haber hecho. Y no se muy bien qué puedo hacer, qué voy a hacer, ni qué quiero hacer.
         No puedo evitar pensar que parte del problema la tiene el contexto del mundo loco que vivimos, la inestabilidad del entorno del presente, las crisis en los países, en nuestras ciudades, en nuestras casas, la increíble movilidad que proporciona una estrategia que no habíamos contemplado: partir con una maleta a buscar una mejor vida, sin saber muy bien donde ni cuando la encontrarás. Todo esto no está afectando solo al entorno de los jóvenes, como una masa estadística y abstracta, no, sino también, a la vida personal de cada uno de esos tipos que tienen la edad en la que quieres comerte el mundo, está afectando a la escala pequeña en la que se da el proyecto de cada persona, profesional, social, artístico... el escenario en que se desarrollan las amistades, en el que cuaja el amor, las decisiones, a la pareja… todo está revuelto, pendiente sobre de una topografía que no acaba de determinarse. Al menos nos queda la aventura, pero París no: París ha sido arrasado. Decimos esto sonriendo, exhalando una reconfortante calada y sonriendo sobre un puente cualquiera de una ciudad desconocida.
         Demasiada consciencia del mundo, demasiado espectáculo de trenes pasando. Los trenes que perdimos y los que no hemos tomado. Y que quizá nunca vuelvan a pasar. El profesor de chavales de 7 a 13 años, de esos que empiezan a ser hombres pero aún se atreven a jugar y a imaginar, sin esa terrible vergüenza adolescente, de esos que necesitan el apoyo que muchos necesitamos de esos a los que nadie les ha preguntado si saben lo que es la poesía y la física-, el escritor que escribiría cada día, el músico, el artista que desentraña esa inquietud que nos hace lanzarnos sobre el lienzo, el arquitecto que construye los sueños de la gente (los pequeños, los que de cada día, al margen de aeropuertos, museos y tantas cosas periféricas y sobredimensionadas), el filólogo que investiga la fantástica matemática de la lengua, sus juegos, pasadizos y recovecos, el físico que se asombra del misterioso lenguaje de lo real, su gramática, su sintaxis, sus magnífica teoría y su desconcertante sensualidad, el traductor que aprende a tejer deshilvanando las costuras, el actor que aprende a desvestirse de si mismo, a vestir la desnudez de otros en el propio cuerpo, que sufre y se divierte enormemente, el filósofo que se combina con todos y un poco con nadie a veces, el viajero, el solitario, el compañero, el padre, el perro, el lobo que llevo dentro…
              Demasiados pasajeros que hoy no saben si viajan en talgo, en ave o en metro.
         Yo por lo pronto tengo una bicicleta y me siento feliz de cruzar la ciudad cada día para venir a sentarme aquí y escribir. Y aunque parezca poco, es tranquilizador, lo sé porque me lo ha dicho, cuando la camarera se ha echado a un lado para buscar un trapo limpio, mi reflejo en la carcasa metálica de una vieja máquina de café.

miércoles, 21 de marzo de 2012

Rho -ρ-

       Con ella siempre era verano. Incluso en los días más terribles de invierno parecía llevar el verano debajo del abrigo.


viernes, 2 de marzo de 2012

Los tigres en la nieve (Astronauta)



       Ayer caminé por primera vez sobre la superficie de un lago helado. Arrastrando ese temor que todos tenemos la primera vez como se arrastra un traje que nos está demasiado grande. Por la noche, ya sin gente, volví a cruzarlo… No he dejé de llevar mi traje grande, pero no menos cierto es que ahora lo vestía con mayor soltura.
       Hoy he salido en busca de otro café en el que refugiarme a leer y a escribir. No hacía tanto frio, así que me he envalentodado y he agarrado la bicicleta. Esto me ha permitido ampliar mi radio de acción y de tiempo. Sin ir más lejos -pues está a la vuelta de la esquina-, me he tomado un rato para pasar por el aeropuerto de Templehoff, algo que llevaba posponiendo desde que llegué de Krakovia. Atravesando como una frontera, es decir, sin parar, la verja del aeropuerto, he pedaleado sobre la hierba cubierta de nieve, y me he internado por el inmenso y solitario territorio de las pistas de aterrizaje, también cubiertas por un estampado de nieve que resiste a derretirse. He respirado profundamente el vacío que aquí se abre en medio de la ciudad, una atmósfera libre que para mi el verdadero lujo que vengo aquí a buscar. Quizá sea que este vacío me recuerda al cielo abierto de las playas donde crecí, donde me acostumbré a vivir cotidianamente a orillas del infinito, o quizá sea que aunque ya no vuelen los aviones, ha quedado algo náutico atrapado en la atmósfera de este lugar… El caso es que me inspira una enorme sensación de libertad y esperanza, de levedad por la vida. Luego he partido a continuar mi camino, en busca de un café donde sentarme a escribir delante de un solo bien cargado, que me reconforte y me espabile un poco.
       Sin embargo, al alcanzar el canal de Kreuberg me he visto obligado a hacer otra parada.
       Siempre me he sentido atraído por las estructuras civiles que dan forma al contacto entre la ciudad y el agua, los pantalanes y escaleras que descienden a través de la superficie, y toda clase de estructuras bañadas por ese aliento decadente y enriquecido del agua libre, magnificados por sus huellas verdosas y oxidadas… el magnetismo terrible que sobre mi ejerce ese dialogo con el tiempo que escucho en la erosión de las cosas, acelerado hasta hacerse audible bajo el efecto del agua.
       He atado la bicicleta a un banco, he paseado por el muro de contención, con un placer indecible he bajado la primera escalera que descendía hacia el agua... en el último escalón que emergía sobre el agua y allá me he parado un segundo a saborear la sensación dulce de una transgresión permitida. Siempre quise bajar a estas aguas, siempre me pregunté cómo se ve el mundo desde el ángulo de los patos, esas aves gordas que habitan aquí abajo. Finalmente he respirado hondo, y con tiento de astronauta, he puesto un pié sobre el hielo… Ajá, me he dicho, está firme, duro: sencillamente sólido como el suelo de una cocina. Luego he puesto el otro pié y todavía un poco sin creérmelo me he puesto a caminar por el agua helada del canal.
       He pensado en mi hermana, a la que traje a pasear junto al canal (y que nunca comprendió ese placer mío por las estructuras decadentes abandonadas al tierno pero imbatible poder del agua). Me he acordado de no pocos amigos y de alguna chica a la que traje también a este lugar para impresionarla… Como si desde el borde se asomaran todas las personas con las que he paseado junto este canal que cruza la ciudad, llenándola de árboles, puentes y rincones por donde respirar escapando al cerco de los edificios que se detienen en el borde, frente los que de vez en cuando pasa alguna lancha afortunada -siempre afortunada, me he dicho al pasar bajo el envés de los puentes- un trazo vacío en la plenitud de mi barrio, que ahora recorro a lo largo de su mismísimo eje, pensando en las personas a las que quiero, caminando a mis anchas sobre el agua endurecida.

martes, 28 de febrero de 2012

Los tigres en la nieve (La amistad en calzones)

       Hoy he cruzado a pie el estanque frente al cual solíamos echarnos a beber cerveza y contemplar el atardecer. A través del agua helada cruzaban estelas blancas: cintas verticales blancas tendidas en la oscuridad del agua petrificada, como un material nebuloso y sutil que no era más que el tono que toman las grietas al resquebrajar el hielo de lado a lado. A la vista de las grietas, le he calculado a la placa unos 20 centímetros de espesor. Una medida elegante, sin duda, quizá porque está próxima a cosas fuertes y delicadas a la vez como una cabeza y una mano. Algún instinto me ha dicho que estas señales de rotura no hacían sino confirmar la resistencia del hielo sobre el que me encontraba. Lleno de curiosidad, me he agachado para estudiarlas mejor, entre los niños que jugaban y las madres que me observaban divertidas, como se mira efectivamente a alguien que jamás ha visto lo que tiene delante.
       He visto a través del hielo los nenúfares muertos que observábamos en verano conversando sobre cualquier cosa, desde la endodoncia de las ranas a las posibilidades que teníamos de acostarnos con alguna chica de la ciudad, arropados por dulce aburrimiento de las amistades que trae el azar en agosto. Luego he pensado que no están muertos, que están solo congelados.


lunes, 20 de febrero de 2012

Los tigres en la nieve (Wienerei)

       Esta mañana me he levantado con la firme decisión de ir al Weinerei a echar un buen rato leyendo y escribiendo. El lugar me inspira enormemente y quien lo conozca comprenderá que no es para menos. Es cálido y sencillo como tanta buena escritura.
       Mientras desayunaba, he abierto la jaula de los periquitos para que se den una vuelta. Han salido en seguida. Primero la hembra -la viuda azul-, y luego el macho que la sigue a todas partes a pesar del desdén con que ella lo trata y que no sabemos cuánto durará –el pájaro o el desdén, tengamos en cuenta su predecesor se ganó un amor sincero de varios años-. Los bichos, todo contentos, han salido en seguida, escalado al tejado de la jaula y ahí se han apostado. Con cada ruido de platos, tazas y cucharas contestaban con una breve melodía.
       No han querido volver a la jaula en un buen rato y yo, que aún no se cómo agarrarlos y hacerlos volver -echan a volar cada vez que lo intento- he tenido que quedarme en casa esperando a que lo hagan por su propia voluntad.
       Me han dado las 3 de la tarde. Cuando han vuelto al interior, he cerrado rapidamente, con una risa malévola de esas que empiezan con ache ¡Hah jajaja!, y por fin he podido salir a la calle. Putos bichos.
       Hacía frio, mucho frio, pero aún así he cogido la bicicleta. No ha sido mala idea. Cruzando la ciudad, he disfrutado del calor de mi cuerpo generaba dentro del abrigo y del aire helado acariciándome la cara. Había un olor a montaña, a leche, a ginebra, a rocas y a hierbas ocultas en alguna grieta inaccesible. Un olor que el viento ha traído de muy lejos y que ha engullido toda la ciudad, del mismo modo en que las tormentas de arena se apoderan de las ciudades del desierto.
       La ciudad estaba un poco triste… los cual es decir que jamás la había visto tan triste. La emoción que me inspiran los barrios al abrirme paso estaba como helada bajo la superficie de un estanque.
       He llegado al Weinirei, he pedido un café solo y largo, y me he sentado en un sillón junto a otras personas que leían y trabajaban en sus portátiles, cada una agachada a su manera en torno la misma mesa, pues en el Wieinirei todas las sillas son diferentes.
       He estado dos horas leyendo y escribiendo en el portátil. Detrás de mi, la noche ha llegado pronto y se ha ido instalando en la tarde con esa crueldad suya de invierno, pero yo, todo contento a la luz cálida de las lámparas del café, no le he echado muchas cuentas.
       En un momento dado me he acabado el último buche a este café bien negro -y ya más que frio-, antes de levantarme para ir a fumar in pitillo. Sólo entonces he visto, al otro lado de la ventana, la calle cubierta de nieve.
       Según los datos aportados por el dedo que he hundido un momento sobre la acera, mientras escribía delante de un buen café han caído 5 milímetros de nieve. Medio centímetros de esa prenda blanca, húmeda y helada, que va a marcar el paisaje de esta noche de sábado.
       Mañana me marcho de viaje y la emoción del viaje se ha visto mezclada de pronto por esa ilusión por nada en concreto que caracteriza la llegada de la nieve y que he disfrutado pisoteando la nieve, contentísimo de poder hacerlo antes de que el mundo se le eche encima dejándola en unas horas sucia y revuelta como la cola de una novia borracha y alegre.
       Luego he entrado al café, todo sonriente y aspaventando de frio. Aún me dura todavía, una electricidad, un hormigeo, como si de alguna manera me hubiese tocado algo…
       No conocer nevada una ciudad en la que nieva es como no conocer la ropa con la que tu chica va al trabajo (desde donde a veces te llama, con esa voz cálida que se nos pone a todos cuando demoramos la urgencia del asalto). Oh si, se puede vivir sin ello… como se puede vivir sin compartir el desayuno, la ducha, las ideas y algunos problemas. Después de semanas resistiendo el envite del frío bajo las faldas, la ciudad me enseña por fin esa prenda recién estrenada.


lunes, 13 de febrero de 2012

Los tigres en la nieve (Mantel)

       Este relato ha sido retirado para ser reeditado en el blog Oficina de Latentes.
Disculpen las molestias.


viernes, 27 de enero de 2012

S, M, L, X, XL, XXL



         La escritura es para mi como la pintura. Las hojas, como los lienzos, están ahí, en el taller. Tardo meses en elaborarlas. Me concentro en uno en concreto, a veces lo dejo a un lado y vuelvo sobre otro que dejé atrás. Luego sucede que, tiempo después, paso un momento sobre el primero y dejo un trazo más. Avanzo y retrocedo los pasos de un largo camino sobre una extensión que normalmente no pasa de un folio.  

            Pero la extensión no es el tamaño del lienzo sino lo que encuentro dentro y me rodea al escribir: más allá del tamaño del papel o de la cantidad de palabras, la extensión es una cualidad territorio por el que me adentro al escribir hilando frase, confiándome a ellas como al hilo de Aracne, dejando las palabras en forma de un breve texto como las pistas y señales que deja un explorador al adentrarse hacia el fondo de su verdad. 

lunes, 23 de enero de 2012

Los tigres en la nieve (previo)

       Sobreviviendo al frio y esperando la nieve. La nieve que lo llena todo de luz y de calma. La nieve que se come los ecos trayendo ese silencio como de público que contiene el aliento, expectante; la nieve como todas las lunas llenas de una vida tiradas en la calle, como las hojas muertas de un invierno interestelar, como el humus de una geometría que empieza en los contornos de tu cintura y distribuye toda tu piel -y los cálculos que trataré de memorizar con la mía, asombrado y suspenso alegre como un niño del sur que se levanta un día y descubre la ciudad toda blanca, después de semanas sobreviviendo al frío y esperando la nieve- y acaba en el fastidioso barro que impregna la ciudad y el hielo que hace caminar torpemente a la gente en la calle, no vayan a resbalar, incluidos tu y yo, antes de entrar en la cafetería y sentarnos a ver el rugir de un mundo sin eco, lleno de nieve como una película muy vieja proyectada de nuevo y por primera vez.

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