jueves, 13 de octubre de 2011

De cuando no sabemos de qué hablar y hablamos del tiempo y de cuando a veces no es moco de pavo.

     Hoy el día es clareado, hace una brisa fría, recia y constante, que parece haberse llevado del aire todo el polvo del verano. El antiguo aeropuerto de Templehoff -este enorme claro abierto en medio de los edificios que cualquier otra ciudad envidiaría secretamente-, está plagado de enormes cometas que bailan silenciosamente en el cielo, como si la ciudad que lejanamente las rodea no fuese más que un decorado de cartón. El sol, lejano y escorado para estas horas, recuerda que cada día anochece 3 minutos antes que el anterior... Es hermoso quedarse sentado en la hierba que crece entre las pistas de aterrizaje, leyendo la última novela de Houellebecq -tan amarga, pero a la vez dulce como solo pueden serlo las cosas bien tejidas-, levantar la vista de rato en rato y observar el espectáculo de las cometas en la luz mientras la brisa sisea en los oídos, como si fuesen ellas las que traen el calor que me desciende camisa abajo entre las solapas.
     Eso es todo. Eso y todo el trabajo atrasado, todo lo que debería estar haciendo, tan lejano ahora como viejos atrezzos en el teatro de la tarde.


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