viernes, 21 de enero de 2011

La siesta del gato

        Me queda una semana en esta casa. Por ende queda oficial y explícitamente abierta a las visitas.

        Hace ya más de un año que habito en un quinto piso que abre largas ventanas sobre el paisaje de los tejados de la ciudad. Paisaje que -nunca lo he ocultado- me entusiasma terriblemente y que con el tiempo he convertido en una imagen mística, un reflejo sin espejo, una metáfora de algo que no se explicar pero con lo que me identifico. Supongo que será la libertad integral y escurridiza del mundo que hormiguea creyendo poseer la verdad ahí abajo, el descubrimiento de la sociedad recóndita que hay aquí habitando las terrazas a ras del cielo o quizá solo sea el lujo inefable que siento cuando me da el sol en la cara y el poder prolongar ese momento mientras abajo las farolas se encienden y todos creen que es de noche.

        La catedral emerge al fondo. A veces me parece un igual, otras un barco. A veces le doy las buenas noches. También tengo la costumbre de despedirme de la casa al salir cada mañana. De ella y de todas las casas que parecen haberme comprendido. Las que no, me contemplan salir ensimismadas, y yo cierro la puerta con extrañeza, resignación y gran diplomacia.

        Esta tarde el sol entra a raudales por la ventana. Me gusta esta época en que el sol está bajo y llega hasta el fondo de la sala. Me gusta echarme en el sofá bajo esta luz como de cielo abierto y esta cálida radiación que atraviesa el invierno sin que éste pueda hacer nada por impedirlo y viene a caer sobre la tela dura de mi sofá.

        Yo lo llamo a este pequeño ritual "La siesta del gato".

        Y este nombre que le he dado es el que me va a servir hoy para doblarlo con cuidado, meterlo en la maleta sin peso donde guardo de los placeres descubiertos y las lecciones aprendidas, y llevármelo conmigo... allá donde vaya.



jueves, 20 de enero de 2011

Me está ocurriendo algo (tiempo y moho)

        A veces me entran unas ganas horribles de contaros mi vida: no estas cosas que cuento, que en el fondo no pasa de un juego de sombras con la que uno se puede más o menos identificar (y quizá ese tibio anonimato sea la fuerza del teatro chinesco) o de luces que de vez en cuando que se filtran fuera de mi por las rendijas de este blog. No, Mi vida: La vida en la que me echan del trabajo, me desconcierta el amor, me agobian los impuestos, voy a comprar el pan o engraso la bicicleta.

        Pero no, me digo al minuto: Mejor me guardo esta luz y esta oscuridad en el saco de las cosas que se revuelven al escribir, que de pronto se me hace que es como la enciclopedia o el viejo baúl del altillo: en los que uno cree buscar una cosa y por el camino se enreda y se acaba encontrando con otras, cosas de un mundo y de otro, que tienen el poder de relegar el objeto buscado en un segundo plano, o más al fondo, tanto que al final de la tarde ni te acuerdas de lo que buscabas… y además no aparece lo fueras a encontrar, pero qué me importa ya a estas horas: ¿lo que busco? -me pregunto con los hallazgos brillando en mis manos sucias-… Bah, lo que busco igual no era más que una excusa del mundo para vivir la tarde de hoy.

        Al escribir, al hurgar en los libros y los baúles me suelen pasan estas cosas.

        Reconozco que a veces no soy tan vital y cedo a las llamadas de obligaciones, que dejo tras de mi como un columpio vacío balanceándose en el aire. La diferencia es que al escribir, además, puedo quedarme (y me quedo) jugando un rato más. Incluso puedo olvidarme sin demasiado miedo de lo que quería decir, que al fin y al cabo y viendo donde he llegado, igual era una chorrada. Al escribir puedo hacer cosas que no me dejaban hacer de niño y en verdad a veces tampoco de adulto.

        Para eso necesito guardarme un poco la vida que me daría por contaros ahora mismo, porque -aparte de que quién soy yo para considerar que pueda interesar a alguien-, poco más me quedaría, si lo hiciera, para desmadejar tan a gusto, destilar o contaminar, revolver, diseccionar… usar sus detalles para vestir una idea o entretenerme en buscarle detalles con los que mi vida pueda salir de incógnito al extraño ruedo de ser texto en la calle.

        Con todo, he de confesar que a veces, cuando me ocurre algo, la cabeza se me llena de palabras y tengo que hacer acopio de una enorme paciencia para no soltarlas todas. Me consuela pensar que es la misma paciencia que por método deben tener oficios como el queso y los buenos vinos.


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