miércoles, 14 de abril de 2010

Miércoles Santo

Siempre quise ver el Cristo de los Gitanos. He oído ver que lo sacan por el Albaycín, con las farolas apagadas y lleno de antorchas. Algo así he oído. Algo así no es para perdérselo un año más.

Al final subí a Granada, pero no pude ver el Cristo de los Gitanos porque iba en verdad acudiendo a la llamada de un montón de amigos que coincidían en la ciudad.

Al princpio me sentí extraño, azotado por una especie de revés de la ubicuidad, un sentimiento de estar preso en lo contrario que me da cuando las cosas coinciden en el tiempo y quedan tan tan cerca en el espacio, que miras a las esquinas como si fuesen a intersecar de un momento a otro.

Pero se me pasó en seguida, porque entonces vino la verdad, vino el presente con el viento en las viejas voces y el aroma rescatada del fondo de una Alhambra de barril.

Aquella fue una de esas noches en las que nos vemos con sed acumulada de no vernos, una de esas noches en que hablamos alto, cantamos con facilidad y nos miramos intensamente a los ojos... Una de esas noches locas de Granada –como me advirtió un amigo al oído en el primer abrazo- en la que una extraña corriente nos arrastra y acabamos en un lugar inesperado.

Y así fué.

Son unos Cristos, mis colegas... Tanto que a veces hasta me dan ganas de sacarlos en procesión.

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