viernes, 19 de mayo de 2006

Sangre Azul

Costeño me ve llegar. Al pasar jadeando calle arriba junto a su alfeizar de ladrillos, se levanta y me adelanta derecho a la puerta, como si me hubiese estado esperando para entrar. Se queda a mis pies con el morro pegado a la puerta mientras busco la llave. Me agacho, le paso la mano por el lomo y ni se molesta en mirar quien le toca, ni un maullido de placer. Al paso de mi mano levanta un poco el lomo, pero el morro sigue pegado a la puerta: el bicho lo tiene claro en la vida.
En casa no tenemos buzón, las cartas están en un poyete del patio. No se quien las pone ahí pero ahí están… y cada inquilino recoge las suyas. Cuando hay una postal, sea la foto que sea, la cojo preguntándome si es para mi, quién puede haberme escrito y desde donde, como hacen todos, supongo... Cuando compruebo que no es para mi, justo antes de mirar la foto de nuevo y dejarla en su sitio, no puedo evitar leer con una ojeada en diagonal la primera y la última frase… como también harán todos, supongo.
En este caso la postal es para Nico. Pero lo que me sorprende es el modo en que la primera y la última frase coinciden en las mismas tres líneas.
Siempre pensé que mi vecino Nico era como John el dueño de Garfield, pero con la alegre mala leche característica de las gentes de mi tierra, y más aún de sus barrios, y más todavía la de Nico. Tampoco Costeño es un gato lo que se dice perezoso… está siempre retozando o deambulando por ahí con esa calma elegante de gato viejo y curtido, pero por las noches vuelve lleno de magulladuras. Esas magulladuras que no producen precisamente una pereza vital.
Costeño es una institución y no solo porque es el gato que todos vemos pasar de un apartamento a otro. Por decirlo de algún modo, si Nico fuese el presidente de la república, Costeño sería el rey… Porque a Nico al menos lo elegimos de alguna manera: es el que habla desde su atalaya: ¿Has aprobado ya? Te van a meter un paquete. Esa música que tocas ni es música ni es nada. Mira como tienes las tejas, como te vea el vecino te vuela los huevos, que es secreta, no digas que no te lo advertí, pum pum. Abraza al liberalismo, Carlos, abraza el liberalismo… Y, con todo, Nico es el que lleva más tiempo en la comunidad, el que tiene los teléfonos de los propietarios en un listín apuntados, en la jota de judíos, como el siempre dice con una gran risotada. Nico es el que sabe quien vive donde y el que a todos nos ha invitado alguna vez a beberse un vinillo en su terraza, esa plataforma desde la que nos habla como desde un púlpito metro y medio más arriba que la terraza de la comunidad, ese bastón desde donde contempla los atardeceres a la hora en que costeño llega a su terraza sorteando macetas por la cornisa, o desde donde por las noches otea las estrellas con una copa de roncola, peremne ante el flujo de inquilinos que vamos y venimos llenando y vaciando pisos año por año.
En última instancia, Nico es el dueño de Costeño, es quien lo lava, lo cepilla con un cepillo quitapelos, quien le dice a los demás que se llama costeño.
Lo de costeño es algo que quizá esté por encima de esas elecciones presidenciales involuntarias pero lógicas. Costeño es Costeño, vaga y no habla demasiado, llama sin prisa a las puertas que ya considera abiertas, pasa de un regazo a otro como quien atraviesa las habitaciones de un gran palacio. Fue joven y durmió en todas nuestras camas, bebió nuestras leches de briks en todos ceniceros, todos acabaron comprándole comida de gatos sin que la pidiese -porque a Costeño no le gusta el atún-, miró por todas las ventanas y bajo todos los techos descansó sin preguntar. Cuando estuvo malo todos nos preguntábamos por él, muchos lo hemos llevado al veterinario, como el día en que apareció en mi cama con media cara destrozada. Era muy tarde, entré y me gustó encontrarlo echado en el sofá. Solo cuando me senté a su lado con una sopa china recién recalentada al microondas, me miró por fin, y al separar la cara del colchón por poco me hecho encima los tallarines del susto. Desde mi lado de su cara podía ver por un agujero los dientes del otro lado. Los colmillos del rey. El rey está enfermo. Nico, soy yo Nico, perdona que te levante. Costeño está chungo y no sé qué hacer.
Hoy es viejo y no le dejamos echarse en cualquier sitio porque huele un montón, pero el sigue yendo y viniendo con esa misteriosas heridas se trae de la calle y esa seguridad suya que hace que parezca que si encuentra una puerta cerrada son solo las circunstancias. Porque el bicho sabe lo que hay dentro, porque son parte de sus dominios.
Antes de cerrar la puerta la mantengo abierta un poco para que entre Costeño, que echa una última ojeada a la calle cerciorándose de dios sabe qué y solo cuando mi paciencia comienza a dejar la puerta caer, el gato decide entrar, lo cual no quiere decir que lo haga deprisa. Me fuerza a quedarme mirando, a asegurarme de que la puerta no lo aplasta.
Entonces es cuando miro el correo…
“Como ves pienso en ti,
aunque no te lo mereces,
besos, Esther”
Mientras leo, Costeño ha visto salir a la gata de la vecina del bajo izquierda, y se ha lanzado sin hacer ruido. Ella no se ha dado cuenta hasta que lo tenía encima mordiéndole el pescuezo y empujándole el culito con el falo… la gata se zafa y Costeño la sigue, rápido pero lento a la vez, tranquilo y seguro. Corre mi amor, eres hermosa cuando corres. Y se pierde tras ella escaleras arriba sin hacer ruido.



miércoles, 17 de mayo de 2006

Semana Uno

        La primera noche es extraña, se duerme mal.
        Le segunda es algo mas calmada, viene la vida y la tomas.
        La tercera buscas refugio, amigos, copas, música alta. Porque la temes llegar… pero pasa.
        La cuarta te atreves incluso a esperar saber algo.
        La quinta igual ya lo sabes.
        Para la séptima ya habéis hablado de que igual no pasa nada si os veis, tomar un helado, una tapa, ir a una exposición…
        Pero cuando la noche llega, te ha llamado para decir que es mejor no verse, que va a pasarlo mal y prefiere asumir que ya no estás.
        Cuelgas pues con la séptima noche por delante.
        Entonces tu que te desenamoraste, tu que tomaste la decisión, tu que pusiste fin a esta crisis de un tajo certero… te das la llorrera. Te intentas aguantar, pero que va: al final lloras. En el silencio de tu casa, con una copa en la mano y un pitillo que encendiste nerviosamente al verlo venir… lloras como un niño por lo que crees saber renunciar como un hombre.

viernes, 5 de mayo de 2006

El profesor Musa

        La primera vez que ví este corto me reí un montón, no solo por el corto en si, sino porque reconocí en seguida ese papelillo que me dieron una vez por la calle y que me hizo tanta gracia que lo tuve dos años enteros bajo el cristal de la mesa camilla, junto a entradas de conciertos, monigotes de amigos, algunas fotos hechas o recortadas, trozos de poesías y de puzzles que no se de donde han salido y demás papelillos que me da por meter debajo del cristal de la mesa camilla. Entre esos papeles había uno en el que salía un tío al timón de un barco en plena tempestad, y un cristo detrás cogiéndole los hombros, que bien podía estar protegiéndolo o bien podría estar metiendo prisa: vamos tio que no llegamos y creo que me guardan un sitio en el cautivo, cuidado con la roca, so borrico. Os cuento esto porque creo que ese papel es lo más insólito que había, después del pequeño prospecto del Profesor Musa.
        Si sigo contando lo que sé de este corto, es que quedó segundo en un concurso de cortos y siempre he pensado que fue injusto. Lo digo porque fui yo el que tuvo que recoger el primer premio, rojo de vergüenza, ante Bruno Vazquez Alonso (su autor), el aforo y casi que ante el mismísimo Profesor Musa, que igual me estaría viendo en una bola de cristal. No, el corto no era mío, era de un colega que no había podido asistir.
        Hoy por casualidad me he encontrado el corto colgado en la web del autor, y he pensado dos cosas: una, que “el mundo debería ver esto” -palabras que transcribo tal y como sonaron en mi cabeza-, y la otra es que quizá sea un modo de hacerle justicia al autor.
        Enhora buena, Bruno.

martes, 2 de mayo de 2006

Hola

Hola escribo esto el 14 de Mayo de 2011.

Estás leyendo el blog entero. No se quién eres. Solo puedo ver que alguien lo esta leyendo post a post y que quizá no esté muy lejos de donde yo estoy. Si es así, igual, si pudiera hasta te invitaba a un cafelillo al sol de esta tarde límpida solo por la curiosidad de saber quién eres y qué es Golfo para quien llega. Son muchos años. Si te animas usa el mail... Si no es así, bueno, quizá algún día...

Si te he cazado, resulta divertido... solo quería saludarte. Perdona que te interrumpa la lectura. No te molesto más.

Es una alegría saber que lo escrito en el pasado no está perdido, sin interés para nadie, en la blogosfera.

Gracias por esta sensación.

lunes, 1 de mayo de 2006

The smell of sunshine,
I remember sometimes
-Nine Inch Nails


         Lorena ha venido a casa a desayunar. Nos hemos repartido el trabajo: ella putea los tomates y yo exprimo las naranjas. El primero que termine tostará el pan. Mientras tanto me atrevo por fin a confesarle que no he podido poner los carteles de las jornadas de Adobe. Adobe es la ONG en la que está Lorena, Arquitectura y compromiso social. Preguntadle a San Google, es una buena ONG. Yo le había prometido colgar los carteles en la escuela de arquitectura. Cuando me pregunta por qué no lo hice, le digo que desde que le dejé la casa a unos amigos para que pasaran unos días no he vuelto a encontrar los carteles… vivo entre tubos de papel, y por más que he buscado no he vuelto a verlos. Ella me pregunta por qué no la llamé para decírselo, podía haberme dado más carteles. Entonces yo, bastante avergonzado, le digo que simplemente no se me ocurrió. Me cuesta creer mis propias palabras… Pensé que ya aparecerían y ni siquiera me di cuenta de que había dejado de buscarlos. Me deshago explicaciones, en frases absurdas que empiezo y no termino una y otra vez… Ella corta ya el pan para tostarlo. Yo con media naranja en la mano intento abrazarla diciéndole que lo siento, y al hacerlo me parece falso: Cada célula de mi cuerpo sabe que no me lo merezco. La suelto en seguida y seguimos discutiendo… Mientras su voz se pierde en la luz al salir a la terraza con las bandejas, a mi dentro las naranjas me parecen más endebles en la mano. Se deshacen tristemente al estrujarlas contra el exprimidor. Tienen tiempo estas naranjas.
         A veces uno se aisla en su vida cotidiana y todo lo que no le toca parece lejano como niños que jugaran en un parque al otro lado de la ventana. Yo no soy así. Hace tiempo que suelo decir que “no” más a menudo, como aconsejan los manuales del bien psicológico y la templanza, y no me preocupo tanto por la gente como por controlar mi vida, cosa que no consigo porque soy una de esas personas que en verdad no están hechas para controlar del todo su vida cotidiana. Con todo, no gano nada y encima pierdo la atención que solía tener por los que me rodean. Me siento desperdiciado: yo no soy así.
         Quizá cuando no decía que no tan a menudo, cuando no dejaba a los demás para después, faltaba al deber frecuentemente, pero a cambio no me perdía ciertas tardes, ciertos rincones, ciertas citas, ciertas veladas, ciertas sonrisas, ciertos capítulos, ciertos viajes de esos que solo se improvisan entre varios, y sobre todo no llegaba al punto de decirle a un amigo que no he podido hacer algo que le importa y que me había comprometido a hacer, sin más excusa que la de que estaba muy liado.
         Seré gilipollas Todos estamos muy liados.
         Dice mi hermana que si no tienes cinco minutos para llamar no tienes cinco minutos para vivir. A pesar de eso ni mi hermana ni yo solemos llamarnos. Es igual: porque ambos lo sabemos. Yo por lo pronto tengo su foto en la pantalla del móvil y la veo muchas veces al día. Mi hermana es el ser que mas quiero en este mundo. Y no olvido fácilmente las cosas buenas que me dice.
         He estado muy aislado del mundo este tiempo, escudándome detrás del montón de cosas que tengo que hacer cuando en verdad siempre he tenido cosas que hacer… Y creo que el límite ha sido no hacerme cargo de los carteles de Lorena, de Adobe, haciendo que unos cursos cojonudos sobre hábitat eco-participativa pasen desapercibidos a uno de los sectores a los que más podía interesar: los arquitectos. Yo no podía ir, porque tenía otro curso, y un proyecto de fin de carrera, la visita de un colega, una cita, un taller de literatura, la siesta porque estaba cansado… una vida que no me dejaba ir a enterarme por fin de todas esas cosas que uno siempre se queja de que no le cuentan. Pero al menos podía haber puesto los carteles. No es cuestión de faltar a una responsabilidad sino de faltarle a un amigo.
         Yo estuve también en Adobe una vez y lo dejé porque yo no sabía trabajar en el ámbito en que actuaban. Yo se usar mis manos, pero soy torpe con las relaciones, con los contactos, con los presupuestos, con los entresijos burocráticos con los que hay que aprender a bregar para dinamitar esta mierda de mundo, como quien llega hasta en el fondo de un edificio para demolerlo. Por eso lo dejé. Asumí mi torpeza y me fui. Mientras tanto Adobe sigue ahí, mejorando cada día, organizando buenos berenjenales. Son unos luchadores. Admiro a Lorena por esto, pero no la imito. La admiro por muchas más cosas que si aprendí a imitar como esa generosidad suya por la gente, esa paz de espíritu que le procura tantos amigos y tantos caminos recorridos como una gran tela que la envolviese. Aunque veces no lo he logrado si que he sacado cosas buenas de mi mismo. Una de ellas es saltar sin pensarlo a los trenes pequeños.
         He estado muy aislado en mi mundo últimamente, corriendo de casa a la escuela a la academia a la biblioteca al taller a casa a algunos bares de vez en cuando, enfrascado en los enlazar lo más rápido posible estos puntos cada vez, concentrado en mantener cosida mi vida con la agonía se un sastre miserable. Y al final me he visto cabreando a Lorena en mi propia cocina. Es doloroso ver a un invitado dolido en tu propia casa. Sobre todo si es un invitado al que quieres.
         Al final Lorena me explica que ni siquiera está enfadada, mientras lo sucedido me sirva para no volver a hacer una chorrada así. Nos hemos puesto a desayunar como reyes, que es como siempre desayunamos cuando desayunamos juntos, y entonces yo he sentido cómo mi hocico asomaba de repente a la superficie a través de la mierda con que la rutina nos aplasta si uno se descuida. Lo que le salva a uno de la vorágine de lo cotidiano no es ninguna gran aventura, ni un viaje al caribe, ni una noche de pastillas, sino estar ahí para los amigos por encima de simples deberes que de todas formas cualquier otro hará cuando te mueras.

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