viernes, 7 de octubre de 2005

Omayra

          No se si algunos la recordais. Probablemente si.
        Yo a veces me acuerdo, y me quedo un rato así, callado, sin decírselo a nadie. Me viene a la cabeza sin avisar y siento que nos miramos como entonces.
        Hoy en el desayuno, me has preguntado si recordaba a la niña que cuando éramos pequéños se hundió atrapada en el fango delante de todo el planeta. Creo que ha sido la primera vez en mi vida que alguien me habla de ella y la segunda en esta semana que algo me transporta directamente a mi infancia:
        La primera fue era el trituraverduras, según dijiste que se llamaba el trasto mientras yo me lanzaba a las estanterías bajas del carrefour diciendo “oh, dios, mi madre tenía uno de esos”… hacía casi 20 años que no lo veía, pero lo reconocí en seguida, “mi madre tenía uno de estos pero era naranja”… te repetía, más tranquilo, sonriendo y dándole vueltas entre mis manos, fascinado de recuperar un objeto que había olvidado en el planeta años ochenta como si nunca hubiese existido… hasta la tarde de martes. Era como tener entre las manos una prueba física de que yo había sido pequeño.
        La segunda ha sido la niña, Omayra Sanchez, he leido que se llamaba después de un par de vueltas por el google… fue en 1985. Pero para mi podía ser 86 u 83 u 82, eso no tiene importancia: yo era sencillamente pequeño, tenía esa edad en la que el tiempo no pasa, el verano, el invierno, eran un estado de las cosas, “¿mama cuando no hay colegio?” (…) “¿y al otro?” (…) “¿y al otro?” (…) “¿y al otro?” (…) “¿y al otro?” (…) “¡¿dos días?!” (…)… el fin de semana era un milagro inusual que venía de vez en cuando. Había juguetes que ahora no se si existieron, objetos como el triturador de verduras… y a pesar de que en los chistes de Mafalda Susanita dijera que el mundo quedaba muy lejos, aquella fue la primera bofetada que la televisión me dio para que fuera consciente de la gran, la inmensa mierda que es este mundo.
        Y vaya si lo fui.
        Recuerdo estar comiendo con en casa, con el telediario puesto, el telediario de la noche, el de medio día, el de la noche otra vez. 72 horas, hagan cuentas… así, hundiéndose, la gente alrededor. Sus ojos, sus ojos sobre todo mirando a la cámara. Aún me cuesta, como entonces, creer que no se podía hacer nada. No, me cuesta más que entonces. Me cuesta horrores. Me cuesta tanto que me duele la cabeza y recuerdo el nudo en el estómago mientras empujaba montones de arena para hacerle una carretera a mis cochecitos.

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