miércoles, 19 de octubre de 2005



        La vida me hace a veces deambular uniendo rincones por los que no voy sino recogiendo pedazos de mí mismo. Me pone a jugar un rato con el puzzle mientras recorro caminos sinuosos. Los esqueletos de todas mis vidas como un gusano buscando entre mis propios huesos.
        Si se marcaran las calles que han formado parte de mi cotidiano, cada año dejaría un dibujo distinto en el mapa de la ciudad. Uno encima del anterior, pongamos de color rojo, y otro, pongamos azul, y otro dibujo, amarillo, a veces coincidentes en muchas calles, otras tan distintos, tan ajenos entre si…
        Hay tantos pequeños recuerdos desperdigados por la ciudad y en busca de ellos me envían mis pies en noches como esta, haciéndome creer que damos un paseo, que echaremos una copa escuchando un buen rock industrial. Plaza de los Lobos, Antigua estación… un juego de memoria sentimental, un suplicio a veces, una carencia de fantasía quizá: mi cabeza cava y cava y juega con sus propios escombros y la consciencia del presente… Puede parecer complejo, pero no es más que yo hablándome en alto de mi pasado sin quererlo mientras se escapa un sábado más.
        Un juego, un pasatiempo, una larguísima ristra de palabras que no podré escribir nunca... acaso me sirva de práctica, lo cierto es que me divierte, me hace sentir vivo a pesar de caminar ausente y más solo que la una. Puedo parecer patético dando vueltas, pero vosotros no veis este paisaje, no sentís mi historia sentada en las aceras, mis recuerdos y sombras varadas, más o menos dulces, amargos siempre, sí… Es lo que tienen los recuerdos de una época distinta. Es lo que tiene la cosa cuando te ves a solas con ellos. Es difícil quererse siempre.
        Es un palo comprender, por ejemplo, la mierda de relato que acabo de publicar por partes, asumir la inmensa ingenuidad de no haber visto a tiempo que mi mundo interior no es espectacular más que para mi mismo.
        Y a partir de aquí podría tirar de un hilo tan largo como alcanza mi memoria.
        Me veo en tantos lugares, en la mayoría tan insignificante, tan idiota, entrañable quizá, pero tan torpe en el camino hacia lo que soy que me pregunto si fue necesario ser el que fui, y me doy cuenta de que me da igual si con ello puedo ser el tipo que escribió “piel de perra ya no tan joven”… y sonrío: Qué me importa a mi si los sábados por la noche no son escenarios donde se me haya dado bien brillar.
        Vuelvo a casa, dispuesto a acostarme… no sin un cigarro en la terraza mirando el puzzle abajo, mis recorridos grabados en esa masa negra de la ciudad y las calles doradas por la luz que sube desde las profundidades como grietas en el magma, farolas sobre mis yos que solo yo veo, sobreimpresos, dibujados… clavados me guste o no.
        Cuando voy a lavarme los dientes la pasta no está en su sitio y el solo hecho de saber que estaría en el poyo de la cocina sin dudarlo, me hace darme cuenta de algo: esta casa es ya mi casa, y no tiene ya nada que envidiar a la del piso de abajo. Es mi casa, nos hemos entendido, se acabó la mudanza. Acabo de llegar.
        Mientras me lavo los dientes no suelo estar quieto… deambulo por las habitaciones, doy vueltas en círculos. Salgo al pequeño balcón. Frío, luz de calle. Un vecino ordena unos trapos en otra ventana. Mi imagen debe ser extraña, un tipo descamisado lavándose los dientes en un balcón. El aire es ya frío, la ciudad abajo comienza a apagarse. Mañana comenzaré a escribir. La suma total de esta extraña noche me da de pronto su resultado, Soy feliz, la conclusión viene a mis labios como un eructo, bajita, inevitable, y la recibo con la vista perdida en la fachada de enfrente, no sé si mirando más allá o concentrándome en sus manchas, la expresión resignada de quien está a punto de recibir la aguja de una inyección.

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