domingo, 6 de febrero de 2005

Ejercicios de estilo



  Hoy he pasado la tarde entre números. Después me he duchado y he decidido que me apetecía cenar con vino. Por que hace frío, y me gusta el vino en mi pequeña casa cuando hace frío. Era tarde. Quedaban 15 minutos para que cerrara el Mercadona… Como hacía frío, he cogido el coche y me he encontrado con que era la fiesta del barrio y había montones de músicos de banda vestidos de uniforme, amigos y familia en la plaza de San Miguel Bajo. En la de San Miguel Alto nunca hay tanta gente, porque está alto, en un promontorio por el que corre una muralla árabe que sube desde el río, por lo que se llamaría Línea de Máxima Pendiente. La iglesia está pegada a la muralla en lo más alto del barrio, es pequeña y estrecha y con un torreón, y desde abajo siempre me ha recordado a la casa de Psicosis. Detrás no hay nada. Me gusta ese lugar porque la muralla tapa todo y te hace sentir separado del mundo.
  Debido a los músicos de banda y al gentío, el microbús del barrio ha estado un rato en la parada de San Miguel Bajo, y luego ha bajado lentamente la cuesta de la Lona porque estaba lleno de gente y el peso lo hacía menos estable de lo acostumbrado.
  Al llegar al Mercadona, había gente saliendo tranquilamente. He intentado deslizarme dentro pero una chica de uniforme me ha dicho que estaba cerrado.
  He vuelto al coche.
  He subido la cuesta de la Alcaba, la de la Lona, en el cruce bajaban algunos músicos riendo y tocando con sus trompetas Los Fabulosos Cadillacs, lo cual me ha hecho sonreír mientras esperaba y alegrarme de haber salido. He encontrado aparcamiento cerca de casa, sorprendiéndome de la gran habilidad que estoy cogiendo en aparcar el coche muy muy pegado a la pared en estas calles tan pequeñas.
  Por el camino a casa he encontrado la tienda de la Calle Bocanegra aún abierta, así que he comprado vino y pan. También he visto una casa donde había una fiesta, cerca de la mía, y he sentido nostalgia por una época en que me hice invitar a un montón de fiestas y siempre andaba conociendo a gente de aquí y de muy lejos. Una época confusa, pero intensa y gratificante. Aunque a veces vacía. Casi todo llegaba de improviso y con la misma facilidad desaparecía, y yo llegué a acostumbrarme a toda esa fugacidad sin que me afectase.
  He cenado viendo El Gigante de hierro… pero un fallo en el reproductor de Windows me ha obligado a dejar de ver la película.
  Nadie sale esta noche. No hay nadie en el Messenger. No he hablado con nadie en todo el día. Exceptuando algunas llamadas de teléfono, la chica del Mercadona, el tendero de la calle Bocanegra, y un señor que había en el corredor de la tienda al que le he dicho, “perdone”, al pasar entre él y los cereales por los que no se decidía.
  Hoy he pensado que la poesía y la ciencia me causan una emoción similar e imponente… que no sería feliz sin la una o sin la otra. Me emocionan las cosas. Por eso no me gusta a veces calcular estructuras, porque se basan en un montón de investigaciones complejísimas que otros han hecho y que han dado lugar a esas fórmulas y métodos que aceptamos simplemente para no perder tiempo en cosas que no nos harán llegar más deprisa a los resultados. Y eso, más que ciencia, es una suerte de fe. Me gusta la física por lo que me acerca al misterio de la materia. Me gusta la materia. Me gusta el mundo. Me emociona el conocimiento y la poesía de las cosas porque ambas me hacen sentir fuerzas que de otro modo permanecerían ocultas. La fe no. La fe me espanta casi tanto como el nacionalismo.
  Me gusta cuando los números que manejo son algo que no desconozco, cuando se los por qués y veo la armonía, por eso me gusta cuando llego al final y distribuyo cortantes y torsiones entre pilares de un edificio. Porque comprendo los cortantes, las torsiones y se lo que está ocurriendo. Y puedo considerar de nuevo el problema como algo mío y no dirigido por los que escriben las normas. Por eso, a veces solo por entretenerme leo un poco un libro que tengo sobre la base teórica de la norma EA-95 y el Eurocódigo 3. Hasta que surge una ecuación cuyo origen no entiendo y entonces dejo de leer. Para seguir los pasos sin entender ya está la norma.
  Al final, me he puesto un disco de Mogwai y me he echado a leer el libro que Mamá me regaló por navidad que se llama: El curioso incidente del perro a media noche de Mark Haddon. Mogwai me gusta para leer porque nadie canta, porque cuando escucho canciones tiendo a distraerme en la voz. Mogwai me gusta también porque es una música ambiental pero emotiva, y un poco monótona y reiterativa, lo cual da la sensación de un crescendo pero que no crece, como si abrieses un grifo y al principio solo hubiese un chorrito, pero al rato, sin haber agrandado el chorrito, la música llenara toda la habitación como si estuviese leyendo en una bañera (esto no es una metáfora, es un símil).
  Mientras leía el libro, el disco ha cambiado y ahora suena Jessie Norman, con quien empecé el día. Solo es una voz de soprano y un piano, pero no es lo mismo, porque la voz está mucho más del lado del instrumento musical que en una canción de Ben Harper, por ejemplo. Además es uno de los discos que más me gustan, siempre está en la recámara. La historia de cómo llegó a mis manos es curiosa, pero ya lo contaré otro día quizá.
  Acabo de terminar el libro de Mark Haddon. Y he llorado. También, sin dejar de leer he hecho lo que siempre hago, inevitablemente, cada vez que termino un libro, esto es leer varias veces el último párrafo antes del cerrarlo. Desde que leí Platero y yo con diecisiete años, nunca imaginé que el siguiente libro que me hiciese llorar de este modo fuese precisamente un libro que se jacta de no contener ni una sola metáfora… excepto las que usa para explicar lo que es una metáfora y por qué no hay metáforas en este libro.

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