jueves, 16 de septiembre de 2004

Mi amor por la mañana

“La luz entra a raudales en esta libertad: no hay donde esconderse”

Me gusta la mañana porque es la hora más salvaje del día. La noche es demasiado humana, demasiado civilizada; la noche como gran evasión, es un producto de la civilización que en su imaginario ha hecho un símbolo de las criaturas de las tinieblas a las que o teme o a las que nunca ha podido alcanzar. El reino de la ambigüedad. En la oscuridad cualquiera puede escapar. Pero puestos a elegir, yo elijo el amanecer, y si no quiero dormir salgo también, pongo las mismas caras y bailo la misma música, disfruto y amo locamente sin duda, pero en el fondo no tengo mérito: secretamente espero como con un pájaro escondido en el bolsillo.

La evasión vendrá sobre los tejados cuando ya nadie espere, la ciudad, entre la agonía y la resurrección, se dará sin pedir nada a cambio. En la mañana todo se está levantando, las gallinas y las máquinas se ponen en marcha, hay gallos, cafeteras, hay desperezarses, erecciones, pataleo, luz, rabia... hay una enorme fuerza interior. Los ladrillos crujen al este al calentarse expuestos al sol  y al oeste las sombras tienen sus horas contadas. Lo que buscan ansiosamente la libertad en la noche duermen ya derrotados o creyéndose parte de una leyenda. Pero los gatos son demasiado egoístas, los murciélagos, ciegos, y por mucho que os esforcéis no os brillará jamás el culo como a las luciérnagas. Nunca llegaréis a ser como ellos. No os engañéis. Os podéis dar al imaginario, como todo moderno y pequeño Hommo Aestheticus, pero más allá de las mitologías, sois solo monos listos. Solo monos. Simios vestidos sin pelo. Y esas es la criatura que os ha tocado representar, también en la huida hacia la noche.

La gente me mira raro cuando les digo esto de que la mañana es la hora a la que me siento más libre, más salvaje, y me gusta, me siento más rebelde que nunca. Más al menos que las criaturas de la noche que me miran extrañadas.

Con la mañana tengo una especie de idilio como el que tengo con mi soledad... las necesito, aunque no cada día (levantarse a las tantas también me es un placer necesario)... solo de vez en cuando, lo suficiente para saber que las mañanas están ahí, que no me abandonan.

La mañana el sol es más blanco, la luz, a estrenar, la civilización que se levanta para engancharse a los engranajes del día a día. Algunos tienen tanto encanto, como las hermosas viejas verduleras que me dan los buenos días cuando corro a buscar el pan, libre como un pájaro en el frio momentáneo, mientras el resto que duerme la mona, se lo pierde: solo las bestias despiertan y corren en esa libertad solitaria que no necesita comprender nada, excepto que comienza el gran aquelarre de la supervivecia*. Podemos bailar cara a cara con las olas que ya no pueden ocultarse, untar el universo de tomates y aceite, o mirar fascinados el rocío y la bruma alejándose de la ciudad como asustadas de esta gran erección que descubro esperándome callada  como un niño en la víspera de un prometido viaje.

Si despierto, sonrío. Nunca comprendí por qué, pero me ocurre desde pequeño. Si ya estoy despierto, siento una secreta complicidad con el mundo... y aunque no me atrevo a decírselo, amo de un modo especial a los que me acompañan, probablemente buscando un café en el que echar amarras tras el viaje desde el fondo de la noche.

Por la mañana, temprano, siento que me ha tocado algo.

martes, 7 de septiembre de 2004

A veces te siento como un click de famobil sobre mi hombro, o una araña de patas fuertes y largas que se retuerce por los rincones y me atrapa sonriente, meciéndome lento mientras me habla de las cuatro gravedades unas con palabras otras sin ellas. Entonces cuando me mandas a por fotos de relojes de arena, garabatos de lorca... a mi me dan unas ganas locas de escribir, y se que no tenemos tiempo. Lo se bien. Pero me he escapado, otra vez, y volveré hacerlo ¿para qué vivir si no podemos escapar?.
Si no tienes un momento para esto es que no te queda ya nada. Alégrate, ya ves, no es mi caso.

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