martes, 20 de abril de 2004

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Cuando ruge el motor de la vida, la censura es la muerte del swing.


     Esta tarde he salido al coche a buscar mi impresora. La había dejado en el maletero del coche. Y dado que en esta ciudad buscar aparcamiento es poco menos que un peregrinaje sin rumbo, a veces una hastiante odisea, en lugar de traer el coche hasta la puerta he decidido ir hasta él y traerme la impresora en un carrito. (vendita la hora que mi padre me lo dejó ¿y esto de donde sale?, ¿lo quieres?) .
     Total, que venía yo con la impresora preguntándome si existirán en mi ordenador puertos tan antiguas donde poder enchufarla, si alguien habrá puesto el software en Internet. Y qué me podía apetecer para cenar. Y qué poco agua lleva el rio, que se ve el barro creciendo matojos, y como me dan ganas de bajar allí abajo, que solo es metro y medio desde el borde del “quai”, y sería increíble caminar por el centro del rio, desde donde el mundo se ve distinto y uno se siente… pues como se siente uno cuando sabe que observa el mundo desde una posición desde la que el mundo no estaba preparado para ser observado. Vaya, que a gusto hundía mis pies en el barro y corría bajo los barcos del puente romano… cuando allí estaban ellos.
     Eran tres, en principio pensé que eran chavales de barrio de esos entre 10 y 13 años que apenas empiezan a mirar a las niñas y les impresiona pensar en ellas como Mujeres, de carne y deseo, pero aún les tira todavía más gamberrear, joder con frescura de los pequeños cabrones que corren libres entre los bloques de pisos… saboreando la ultima libertad sin el violento influjo de la testosterona.
      Les envidiaba ¿por donde habrán bajado?
     Luego, los vi mejor, caminaban como astronautas aprovechando que los pies se les quedaban hundidos en el barro como una extraña fuerza gravitatoria y haciendo un coro en el que casi se podían ver las chispas de felicidad al mirarse a los ojos se hacían reverencias y chillaban y bailaban como hombres de las cavernas… y reconozco que al principio me cayeron mal: tres giris medio ajipiados haciendo los trogloditas y burlándose de lo mediocre que son los demás que les miran desde las barandillas y el puente y que no los alcanzarían jamás en su vuelo, al tiempo que probablemente en sus países nunca tendrán el coraje de ser tan libres, que engañados por un escenario en el que todo es posible porque nadie los conoce, creen que han conquistado la libertad cuando la libertad se las ha prestado en verdad el señor Erasmo… un privilegio más de la clase media europea.
     El que sale por si mismo, el que lucha a solas por su viaje, lo hace nacer y mantenerse, suele llevar su libertad sin esa cómica exageración, porque el trabajo les da esa calma, esa madurez que no es sino el instinto de vivir la magia desde el interior más profundo que los músculos y los latidos como un premio a proteger de las garras del sucio ser humano.
     Los juzgué a priori y lo puedo decir con maldad pero también con empatía… porque y he vivido lo mismo y aún me queda el sabor dulce de esa libertad. No puedo decir que yo sea el mismo desde entonces, no lo soy, y ellos tampoco lo serán.
      Les tuve envidia.
     Estaban llenos de barro, y bailaban y se tiraban una pelota de barro que paraban como en una portería de fútbol, exagerando sus movimientos como simple excusa para poder lanzarse en plancha por el barro.
      Se abrazaban gritando.
     Cuando una familia los miraba le gritaban a la familia levantando las manos. Y decían: España, el mundo, España, el muuuuuundooooo. Yo con mi impresora los miraba desde cierta distancia de la barandilla, para que no se dieran cuenta. Mantuve esa distancia mientras cruzaba el puente, no dejaba de mirarlos, incluso me acostumbre al ritmo de sus voces y llegaba a escucharlos hablar entre ellos cuando no gritaban, y reir entre ellos, en ese espacio que no los esperaba, sabiéndose brillantes en su burbuja.
     En la otra orilla, antes de alejarme me acerqué a la barandilla y me apoyé, estaban muy cerca y se habían puesto a cantar, turnándose los versos, “Only Youuuuu”. Con una ramita de matojo haciendo las veces de micrófono. En un momento dado, la chica me miró mientras se estiraba hacia atrás, entre sus pelos embarrizados aparecieron los ojos y me vio sonreírle. Ella no dejó de cantar, me miró una vez más y me sonrió sin que sus dos compañeros se diesen cuenta de que yo estaba detrás. Quizá no quiso que se pusieran a gritar a la única persona que no los miraba sino que los Observaba sinceramente.
     Cuando me alejaba tirando delcarito de mi impresora, sus voces se perdían en el fondo del hueco por donde pasa el rio cruzando la ciudad, mientras yo me preguntaba si habría de verdad puertos tan antiguos en mi ordenador, y porqué, si cuando era pequeño mi madre me no me dejaba meterme en todos los charcos de barro, ahora que nada me lo impide, soy yo el que deja de pensar en hacerlo.


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