viernes, 27 de febrero de 2004

Maqueta de una mañana

No tengo nada que hacer, podría quedarme aquí todo el día. La luz a través de la persiana dan a la habitación un tono azul de amanecer, si no la levantase, estaría amaneciendo todo el día. Podría no mirar el reloj y quedarme asi... es tentador pero los rayos azules a través de la persiana me dan también la impresión de que entonces estaría dejando pasar un día límpido por encima del techo de mi habitación.
Así que levanto la persiana y la habitación se perfila lentamente: de un mismo azul emerge cada arista, cada color, como si ellos también despertaran.
En la cocina, encuentro a Roberto y a Manuela, el haciendo el desayuno, ella la colada. Hay café hecho. Roberto ha puesto unas tostadas cuidadosamente en un plato, formando una cruz. Yo me hago otra cruz y convenimos que un día así no hay por qué quedarse a desayunar en la cocina.
En la terraza, hemos puesto la caja de cartón del diecinueve pulgadas a modo de mesa y cada uno a un lado, descamisados al sol, los pies asomando entre los barrotes de la barandilla, sobre las copas de los árboles de la plaza de las M…, nos hemos puesto a desayunar.
Ha venido Saarah, y apoyada sobre la barandilla nos ha contado lo mucho que le gustaron los conciertos de anoche, lo mucho que bebieron y cómo en el Doomies toda la gente bailaba sin hablar. Yo por mi parte le he contado un sueño ridículo y la he hecho reír. Luego nos hemos quedado los tres en silencio, Sarah mirando la sierra al fondo, Roberto, una abeja que se le ha colado en la taza, y yo rodeando la taza con toda la mano (como tantas veces había visto hacer a algunas personas, hasta que descubrí que era porque da un calorcito muy agradable. Aunque confieso que veces lo hago porque, sin que nadie lo note, me siento cerca de esa gente que ya no veo a menudo).
Finalmente, también sin decir nada, nos hemos metido todos en la casa y hemos salido cada uno con un libro, y así, sin decir nada, nos hemos echado a leer; Jussi en el sofá del salón, Roberto con los pies por encima de la barandilla, y yo fumando tranquilamente mientras lamentaba sonriendo que se me acabara un café tan bueno.
A veces uno está tan a gusto que puede pensar un montón de cosas al mismo tiempo, puede, por ejemplo, leer la historia del Hombre Invisible al tiempo que oir el rumor de la fuente que tantas veces nos ha hecho creer que está lloviendo al tiempo que sentir el sol en el pecho sobre los hombros, los brazos, los pómulos, Roberto que entra con el libro y sale con la guitarra para buscarle las cosquillas a Ben Harper sin que se dejen de oír los zapatos de alguien claqueando sobre el pavimento, un perrito que ladra y juega con un niño que chilla entre asustado y divertido (como entre un miedo pequeño de los perros y una ilusión grande por los perros), un coche que pasa y muy al fondo a veces el tintineo de las tazas y cucharillas del café Futbol, mientras el Hombre Invisible se va quitando los vendajes frente a un pueblo que lo mira boquiabierto.

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